Postró la espada ante su rey y pronunció las palabras que le harían ser suyo para toda la eternidad, y sus palabras fueron profundas verdades que nunca llegaría a olvidar.
Luchó bajo los estandartes del reino contra las tropas del enemigo y nunca ningún pensamiento en contra de las órdenes superiores asomó siquiera un mínimo hacia su mente. La espada estaba bañada con el orgullo de aquel al que había jurado proteger. Y su protección fue poderosa.
Un día las flamas del enemigo sonaron con fuerza en los corazones del ejército del rey, y muchos no supieron cómo afrontar la inminente batalla. Y el fuego fue testigo del asesinato del coronado, cuya sangre se derramó por su espada y cayó goteante al suelo, tiñéndolo de un rojo que clamaba la derrota.
El guerrero que hacía tanto tiempo le había entregado su vida, vivió con el cuerpo y el alma en el mundo de los muertos. Y fue reacio su acero a dejarse vencer. Y fue desterrado su corazón de su pecho, y no pudo aguantar más.
Montó sobre su caballo dorado, y este le condujo por grandes llanuras y espesos bosques, siempre evitando los caminos, en busca de su rey fallecido. Y su nombre fue extendido de pueblo en pueblo a medida que se acercaba su presencia. Y el guerrero fue conocido como el Caballero Errante.
Muchos le invitaron a pasar la noche en sus casas, pero él se negaba y decidido les decía jamás descansaré en una casa ajena sin pedirle permiso a mi rey, pues él es el que manda sobre mi vida y como yo juré protegerlo de todo mal, él juró al mismo tiempo no abandonarme. Y así fue como todos le dejaron en paz.
Un día de nubes, se perdió en uno de los bosques que transitaba, y al bajar del caballo la bestia desapareció como por arte de magia. No tuvo miedo, sin embargo, pues sabía que los extraños sucesos le acercarían sin dudar a su destino. Y fue tranquilo por entre los árboles con la espada desenvainada, buscando lo que llevaba tanto tiempo persiguiendo.
Y cuando se quiso dar cuenta, un pestañeo rápido le traicionó, y se encontró de repente en un raro lugar con el cielo oscurecido y la tierra revuelta. A su lado descubrió, con temor, a su caballo dorado tendido en el suelo con los ojos perdidos en el horizonte. Y siguió la mirada del animal hasta toparse con un gran ejército que se postraba ante él con aires de superioridad e indiferencia. Y fue entonces que el Caballero Errante avanzó, decidido, hacia las tropas, sujetando su espada con ambas manos.
Recibió estocadas de todo el ejército, y se dio cuenta de que a medida que le rodeaban, estos perdían corporeidad y carne en el cuerpo, hasta que no quedaron más que los huesos andantes de los que anteriormente habían sido hombres. Y el guerrero cayó sobre sus rodillas y levantó la mirada hacia el cielo.
Lo que vieron sus ojos no fueron ni estrellas ni lunas, sino los ojos oscuros de un ser fantasmal al que reconoció enseguida. Mi rey susurró, y su voz apenas consiguió salir de sus labios. El guerrero trató de levantarse, pero no pudo. Y fue entonces que con todas sus fuerzas estiró el brazo para coger a su rey de la mano, y éste rió.
El hombre que hubiera gobernado tiempo atrás, desenfundó su espada y pronunció el juramento de lealtad que hubo pronunciado el guerrero para entregarle su vida. Y las palabras del fantasma fueron dulces, y dejó caer la espada sobre la tierra revuelta, y se arrodilló junto a su protector y protegido, aquel que le había prometido jamás desobedecer sus órdenes.
El Caballero Errante lo miró intensamente a los ojos vacíos, y estos parecían haber recobrado el brillo de la vida. Y fue entonces que se abrazaron desesperadamente, y fue entonces que el guerrero le susurró al oído unas últimas palabras. Llevadme con vos al lugar donde descansan las almas. No me pidáis que me separe de vos otra vez. Por favor, no lo permitáis. Y fue así que su rey recogió la espada del suelo y pronunciando unas palabras de disculpa hundió el acero en el único punto que no había dañado su ejército de fantasmas, pero el cual había estado sufriendo el mayor de los golpes.
Al cerrar los ojos poco a poco, disfrutando del cálido abrazo y de la sangre brotando de su corazón, todo a su alrededor se desvaneció. Los fantasmas desaparecieron, y el rey dejó de estar postrado ante él. Pero la sensación de su compañía aguardó con él por el resto de su muerte. Y fue entonces que el guerrero pudo descansar en paz junto a su rey. Y fue así como el juramento perseveró por toda la eternidad.
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