Había una flor en la hierba. Sus pétalos eran de
un blanco rosado y su tallo verde como una hoja en primavera. Mime la observó
maravillado. Se había pasado toda la mañana buscando algo que regalarle a Shun
por su aniversario, pero en ninguna tienda vendían nada que le convenciese. Esa
flor era perfecta como los ojos de su amado, y parecía delicada como su piel.
Se agachó con una sonrisa y la cogió suavemente, separándola de la tierra que
le había dado la vida. Se sintió culpable por ello, pero el prado estaba lleno
de esas flores tan bonitas y pensó que el sacrilegio, así, sería menor. Una
flor para una flor, pensó excusándose.
Se alejó del prado con la flor en la mano y la mirada al frente, y comenzó a recordar todos los momentos hermosos que había compartido con Shun, desde ir a la playa hasta pasear bajo arboledas y estrellas brillantes. También pensó en aquella vez que habían tomado juntos un helado de chocolate y, derretido, se les había caído sobre las manos y habían jugado a ver quién manchaba más la cara del otro.
Se alejó del prado con la flor en la mano y la mirada al frente, y comenzó a recordar todos los momentos hermosos que había compartido con Shun, desde ir a la playa hasta pasear bajo arboledas y estrellas brillantes. También pensó en aquella vez que habían tomado juntos un helado de chocolate y, derretido, se les había caído sobre las manos y habían jugado a ver quién manchaba más la cara del otro.
Caminó por la calle con
el corazón alegre. El cielo de primavera estaba completamente despejado a
excepción de unas diminutas nubes blancas que lo adornaban. Se sentía vivo y complacido
por haber encontrado el regalo perfecto, mas cuando regresó a casa, no encontró
la flor en sus manos y, aunque sabía que no la había guardado en los bolsillos,
los miró desesperado.
La flor se había
desprendido de su mano apenas salido del parque de donde la había recogido,
cayendo al suelo sin hacer ruido y amenazada con ser aplastada por las personas
que paseasen por allí. Pero algo sucedió: una niña de ojos claros y grandes la
encontró y la recogió del suelo temiendo por ella. Se la colocó en un mechón de
cabello y escuchó que su madre la llamaba para volver a casa, pues ya habían
jugado mucho y se acercaba la hora de comer. La niña obedeció y se prendió de
la mano de su madre con una sonrisa, enseñándole la flor que le adornaba el
pelo.
Pero el destino cruel
hizo que una brisa arrancase la flor del cabello de la niña y la llevase
volando por encima de las personas hasta que cesó el movimiento agitado del
aire y fue a parar en los mechones marrones de un perro bastante grande, quien
se sacudió fuertemente y hizo volar la flor, que cayó en el bolso negro de una
mujer. Esta tenía el semblante triste y los ojos llorosos. Cuando fue a coger
un pañuelo se encontró entonces con la flor y la cogió delicadamente con dos
dedos, alzándola hasta sus ojos y sonriendo al ver lo hermosa que era.
—Qué bella eres
—susurró, y la dejó posada sobre una ventana baja, continuando su camino.
Otra brisa traicionera
apareció en la calle e hizo volar a la flor de nuevo. Esta se fue paseando con
gracia entre las personas que caminaban en la acera y las que conducían sus
coches en la carretera. El tráfico era ruidoso, pero la flor no podía
escucharlo. Simplemente se dejaba mecer por el suave viento que la llevaba a
saber dónde.
Entonces, un muro
detuvo su camino por el aire y descendió despacio hasta posarse en el suelo.
Una madre que llevaba a su hijo de la mano pasaron al lado de ella, y el niño,
que no tendría más de dos años, soltó la mano de su mamá y se agachó para coger
la flor. Estuvo a punto de morderla, pero la mujer le regañó por ello y le
obligó a soltarla. En vez de eso, el niño se acercó a una anciana que vendía
rosas artificiales de todos los colores en la calle y le tendió la flor con una
enorme sonrisa. La anciana lo miró y le devolvió la alegría. Se agachó y alargó
una mano para coger la flor que le regalaba. La madre del pequeño le pidió
disculpas por las molestias y se alejaron de la anciana, quien mantenía la
mirada cansada en ellos mientras se iban y la dejaban sola de nuevo.
Ese día había sido
agotador. Si no vendía por lo menos la mitad de las rosas que tenía en su cesta
de mimbre sus jefes se enfadarían mucho con ella, y era la única solución que
tenía para poder comer. Pero pasaba el tiempo y nadie recaía en ella, y cuando
le hablaba a la gente, nadie le respondía. Solo le quedaba el recuerdo de ese
niño tan adorable que le había regalado esa flor tan hermosa, y encima de
verdad. Entonces, miró en todas direcciones durante largo rato hasta que avistó
a un joven que caminaba distraído por la calle. La anciana le paró cuando pasó
a su lado y el chico respondió a su llamada.
—Eres un chico muy
guapo —le dijo—, estoy segura de que tu novia se alegraría mucho si le
regalases esta flor —le tendió la flor rosada y el joven la cogió con mucho
cuidado
—Es preciosa —le
contestó con voz dulce sin dejar de mirarla—. ¿Cuánto quiere por ella? —Le
preguntó con una amplia sonrisa.
—Quédatela. Mi negocio
son las rosas de plástico. No quiero tocar cosas tan bonitas como esa flor
—diciendo esto, se alejó del joven a pasos torpes, pero este se apresuró a
sacar unas cuantas monedas de su cartera y se las dio en la mano.
La anciana rehúso al
principio, pero el chico no le dejó más opción que aceptar el dinero cuando,
con pasos ágiles, se alejó de ella sin dejar de sonreírle.
Mime entró en su
habitación intentando evitar encontrarse con Shun. Tenía que pensar en qué
podría regalarle ahora que no tenía la flor que le había cogido en el prado del
parque. Precisamente, en ese parque había estado por primera vez a solas con
Shun, un bonito día de primavera, con el mismo cielo azul que el de ese mismo
día y las pequeñas nubes azules. No había en el mundo mejor regalo de
aniversario que esa preciosa flor, pero el destino había querido que se le
cayese.
Escuchó los pasos
apresurados de Shun, quien apenas había terminado de quitarse la ropa de calle
y ponerse un pijama cómodo. Llevaba la camisa desabrochada y corría por el
pasillo con alegría contagiosa. Se echó a los brazos de Mime y le abrazó
fuertemente al tiempo que le felicitaba por ese día tan especial y exclamaba lo
mucho que le quería.
Mime correspondió a
todas sus palabras y caricias, pero cuando se separaron y se miraron a los
ojos, parecía triste. Shun, sin percatarse, estiró un brazo y con dos dedos
cuidadosos le tendió a Mime una flor tan hermosa como quien se la regalaba. Era
de pétalos blancos y rosados, y un tallo tan verde como los ojos de Shun.
Mime cogió la flor sin
poder creerse que volviera a sus manos y besó a Shun con todo el cariño y
pasión de los que fue capaz, recordando que, aunque esa flor era preciosa, no
era comparable a la flor con la que estaba compartiendo la calidez de sus
labios.