martes, 27 de enero de 2015

La flor del silencio

Aún le dolían las pequeñas manos cada vez que le tendían el arma y aún le lloraban los ojos cada vez que apretaba el gatillo. No era más que una flor que nunca florecería, un niño sin infancia y pronto una persona sin corazón.
    Las calles llenas de disparos y escombros, y la poca gente que quedaba ya escondiéndose detrás de las paredes derruidas de los edificios, tratando de alejarse de la realidad de la guerra, viendo morir lo poco que quedaba de vida en aquella ciudad.
    Apenas tenía los once cuando la vio por primera vez, y ella ni siquiera llegaba al par, pero sus ojos negros y profundos le habían llamado la atención y distraído del molesto ruido de las calles.
    La pequeña le había tendido una flor que nunca supo de dónde la había sacado, pues no podía creer que en aquel lugar aún creciese algo tan bonito. Aún así, estiró la mano con cuidado, dejando su arma en el suelo, y olisqueó el aroma de una primavera que ya hacía mucho tiempo había olvidado.
    Y así fueron el resto de los días.
    Ella no hablaba nunca. La violencia le había arrebatado las palabras, y él la esperaba con paciencia temiendo que una bala le alcanzase por volar lejos del mundo, aunque fuesen tan solo unos instantes que le parecían ridículamente pequeños y peligrosos.
    Muchas veces le hubo preguntado que de dónde venía, de dónde cogía las flores que le regalaba y el porqué de su silencio, pero lo único que obtenía como respuesta era una sonrisa triste pero cargada de buena intención. No le había vuelto a preguntar.
    Hasta que un día ella no apareció.
    No guardó la flor que le tocaba ese día. No consiguió ver la sonrisa que le devolvía la infancia y el corazón. Tampoco se negó a disparar cuando se lo ordenaron, y su mundo pareció tornarse a gris otra vez más.
    Sentía que le acababan de arrebatar algo tan valioso como la propia vida. Pensó que jamás volvería a ver al ángel que le había conseguido sonsacar sonrisa tras sonrisa entre balazo y balazo. Que su mera existencia se reducía de nuevo a apretones de gatillo y constantes lloros por perder algo que jamás había tenido realmente.
    Y le dolió. Y lloró, y gimió de rabia e impotencia. Y maldijo la guerra que le había arrebatado a su primer amor cuando después de tantos suspiros y gritos ahogados la encontró en silencio sobre la fría piedra de la calle, con un río rojizo saliéndole del corazón  y una flor agarrada con fuerza en una de sus manos.
   Agachándose con cuidado la hubo cogido entre sus brazos y retirado el pelo del rostro para contemplarla una última vez, y la hubo llevado lejos de allí, lejos del estruendo de los disparos y de los gritos de dolor.

Cavó para ella un nuevo hogar y le llevó flores. Pero el tiempo pasó y la guerra lo cambió, acudiendo a él el olvido y convirtiéndolo en el ser sin corazón que el mundo había creado.

miércoles, 21 de enero de 2015

Al alba

Cayó la noche sobre la ciudad, y justo cuando una brisa fría amenazó con hacerles tiritar, entraron en el restaurante donde iban a cenar. Era espacioso, pero un lugar al fin y al cabo, y Mu tenía la mirada tan perdida en el destino que apenas le prestó atención. Las demás parejas también habían acudido, cómo no, e iban cogiendo asiento para disfrutar de la noche.
—¿Te gusta el lugar? —Le preguntó Shura con una sonrisa.
—Es muy bonito —asintió, pero no dejó a un lado su expresión sombría.
—Vamos a sentarnos —le cogió de la mano suavemente y lo llevó hasta una de las mesas.
                Se sentaron en silencio y compartieron una botella de vino antes de que el camarero les sirviese la cena.
—Esta noche las estrellas brillan con locura —dijo Shura, y Mu alzó la mirada hacia él.
—Es una noche preciosa de estrellas. Ojalá no acabase nunca —suspiró.
                Shura estiró los brazos y cogió las manos de Mu entre las suyas sobre la mesa. Sus ojos palpitaban al ritmo de su corazón y, aunque alegres, compartían la misma pena que apresaba el alma de su amor.
—Sonríe —le pidió en un susurro—. Vivamos antes de que sea demasiado tarde.
—Solo si vivo contigo —le dijo con un hilo de voz.
—Vivirás conmigo, amor. Siempre estaré a tu lado. Jamás me alejaré de ti. ¿No recuerdas las veces que te hice esta promesa? Pienso cumplirla, Mu.
—Te creo, amor, pero hay personas que son capaces de separarnos por la fuerza…
—Esas personas no tienen espacio entre nuestro cariño. No las temas, cielo, no temas a nada, porque no pueden quitarte lo que le pertenece a tu corazón.
—Pero… —se quejó—, no quiero que te lleven lejos de mí. No quiero tener que dejar de sentirte a mi lado —movió bruscamente la cabeza hacia un lado y cerró los ojos con fuerza tratando de contener las lágrimas.
                El camarero llegó hasta la mesa y retiró el plato vacío de Shura y el plato a medio comer de Mu. Poco rato después, les trajo como postre un pedazo de pastel de chocolate. Mu miró el plato con recelo, como si el pastel fuese toda la causa de su tristeza. Entonces, Shura cogió con la cuchara un trocito del suyo y se lo llevó a la boca de Mu, quien separó los labios y lo cogió con los dientes, degustándolo con una sonrisa tonta asomándose a su rostro, la cual radió en alegría los propios labios de Shura.
—Te encanta el chocolate, no me lo niegues —dijo el moreno sin dejar de sonreír.
—Ya sabes que sí, pero ahora mismo me sabe amargo.
—Puedo decirle al camarero que le eche un poco más de azúcar —bromeó, pero Mu seguía con la mirada apagada—. Vamos —se levantó de la silla y le tendió una mano a Mu para que le acompañase fuera del restaurante. Ya la mayoría de las parejas habían terminado sus cenas y salían también.
                Comenzaron a pasear bajo la luna y las estrellas cerca del río, ligeramente vallado. Shura lo besó bajo la mayor parte de las farolas y lo abrazó fuertemente bajo la copa de un pequeño árbol.
—Nunca me perderás —le susurró otra vez, con la esperanza de que sus palabras calmasen a su amor, pero este no podía hacer otra cosa que sollozar en sus brazos.
—Nunca te olvidaré —le juró.
                Continuaron el camino sin despegarse el uno del otro, con la mirada al frente y los corazones en un puño de angustia. Se sentaron en uno de los bancos del paseo y contemplaron la calmada corriente del río. Los árboles cubrían casi por completo la orilla opuesta, y una docena de aves canturreaban sus canciones nocturnas desde las ramas más altas. Al mismo tiempo parecía que todo el paisaje se había vuelto una sola canción sonando al ritmo del titilar de las estrellas.
—¿Recuerdas la última vez que vinimos aquí? —Le preguntó Shura, y Mu asintió—. Estábamos bajo el mismo cielo, bajo las mismas copas y frente al mismo río, algunos años atrás.
—Lo recuerdo perfectamente.
—Y ambas noches eran especiales —continuó—, solo que en aquella ocasión le decía hola a una nueva vida que estaba por llegar, y ahora le digo adiós a todo lo que me hace feliz.
—Me gustaría tanto que no fuese así… pero tú… tú… —sus ojos lloraron de nuevo y Shura lo estrechó entre sus brazos.
—Esa noche te prometí que me casaría contigo —dijo con voz tranquila—, y si mi futuro no fuera el de separarme de ti, te juro que ese seguiría siendo mi plan. Porque no hay nada que vaya a echar más de menos que tus sonrisas.
—Yo echaré de menos tus ojos y todo el cariño que me das, mi amor. Ojalá las cosas no tuviesen que pasar de esta manera y no tuviera que echar nada de menos…
—Yo también lo deseo, pero el destino es cruel y fatídico.
—Ojalá no hubieras ido a luchar aquella vez —alzó la cabeza para mirarle a los ojos y sostener el rostro de Shura con sus manos.
—No tuve elección, tenía que luchar por un futuro libre de tiranías…
—Tenías que haberte escondido —exclamó con un río de lágrimas resbalando por sus mejillas.
                Shura cerró los ojos unos instantes y apartó las manos de Mu con delicadeza. Miró hacía la corriente de agua y suspiró varias veces conteniendo él también las ganas de llorar. Después, miró al cielo y sonrió contemplando las luces bailantes que les observaban desde arriba. Su ojos, al fin, fueron a parar a los de su amor.
—Nunca dejes de luchar por lo que crees —le dijo sin apartar su sonrisa, pero permitiendo a dos escurridizas lágrimas caer de sus ojos.
—Nunca te deshonraría de tal manera.
                Se levantaron del banco y avanzaron por el camino, dando pasos cada vez más pequeños y calmados, como temiendo que al final de este todo fuese a terminar.

La noche fue consumiéndose hasta que el cielo dejó de ser del negro más oscuro, y las estrellas comenzaron a desaparecer. Unos tímidos rayos de sol salieron por el horizonte.
                El amanecer empezó a sorprenderles mientras estaban echados sobre la hierba de una colina. El resto de las parejas del restaurante también se encontraban allí, con el corazón latiéndoles con tanta fuerza que pensaron que iba a salir volando para buscar la libertad que siempre hubieron añorado, pero continuaron latiendo en su pecho, enjaulados como estuvieron toda su vida.
—Hasta este momento —dijo Shura, rompiendo el pequeño silencio de su alrededor—, nunca hubiera imaginado que el alba fuese tan precioso como lo veo ahora.
—No quiero que me abandones al alba, amor mío —le suplicó, y se echó sobre su pecho, escuchando los apresurados latidos del corazón de su amor.
—Piensa que esta noche ha sido solo nuestra, mi amor. Esta noche ha sido la más preciosa y especial de mi vida, aunque sea la última…
—Aunque fuese la más preciosa, detrás de ella viene la noche más larga —le miró a los ojos temblando con fuerza, y de nuevo acudieron a ellos todas las lágrimas que pensó ya habían terminado de caer—. Todo se convertirá en oscuridad si no estoy a tu lado.
—Mi amor permanecerá contigo allá a donde vayas. Sé feliz, disfruta de la vida como yo intenté hacer. Lucha por lo que es justo. Abarca más allá de lo que puedan tus brazos. Triunfa. Sonríe. Cásate. Ten hijos. Enamórate de la vida. Enamórate de la libertad. Sé feliz.
                Se miraron largo rato a los ojos, y mientras esto hacían, todos los momentos que pasaron juntos, y los que pasaron añorándose entre ellos, se fue sucediendo en sus memorias hasta que unos pasos calmados destrozaron todos esos recuerdos.
—Es la hora —dijo una voz sobre ellos, y Mu se sintió desfallecer al ver cómo Shura se levantaba de la hierba y el hombre a su lado lo cogía por un brazo y se lo llevaba lejos de su corazón.
                Mu quiso gritar de angustia y sufrimiento, pero ningún sonido salió de su garganta. A su alrededor todas las parejas que les acompañaron hasta el amanecer se fueron deshaciendo y se escuchaban gritos de dolor desgarradores, pero Mu no los percibió. Tenía los ojos clavados en la espalda de Shura y en el hombre que se lo estaba arrebatando.

                Una mujer se acercó a él llorando desconsolada. Le abrazó con fuerza y Mu le devolvió el abrazo comenzando a llorar como no lo había hecho nunca. Entonces, otra mujer se les unió al abrazo, y quedaron así, con los ojos enrojecidos y las mejillas encendidas. Los corazones destrozados y el cuerpo tembloroso sobre la hierba. Y entonces, el llanto de todas las mujeres y hombres que quedaban en ese lugar, gritaron al unísono amortiguando el sonido de los fusiles bajo la colina. Y todas sus esperanzas se redujeron a cenizas. Y toda la libertad tristemente anhelada quedó encerrada entre cuatro paredes. Y sus corazones sintieron de nuevo el tacto metálico de las cadenas.

viernes, 9 de enero de 2015

Nos dijimos adiós

Pasaban los días y yo cada vez estaba  más emocionado. Después de tanto tiempo manteniéndolo en secreto, por fin me había decidido a confesarte que cada noche suspiraba por ti. Que cada noche soñaba contigo y con tenerte a mi lado. Sin embargo, cada día que pasaba estaba más nervioso. Quería decírtelo con todas mis fuerzas. Quería hacerte ver todo lo que te quería y te sigo queriendo, pero cada discurso que me preparaba me parecía estúpidamente tonto. Luego pensé, si el tonto soy yo, qué más dará.
                No era tan simple.
                Aún así, con todos los nervios a flor de piel, sabía que ese día tenía que llegar. Y llegó casi sin que yo me diese cuenta. No es que un día determinado fuese a pasar, sino que algún día me armaría de valor para decírtelo.
—Hola Hyoga —te había saludado mientras mirabas distraído las flores del jardín meciéndose con la brisa primaveral.
—Hola Shun —me contestaste con una sonrisa en tus labios, y yo sentí desfallecer.
                Intenté ser fuerte y me senté a tu lado sobre la hierba. Poco a poco me fui acercando más a ti hasta que, sin saber cómo, terminé apoyando mi cabeza contra tu hombro, cerrando los ojos y disfrutando de la sensación. Tú te habías quedado callado, supongo que sin saber qué decir, pero intuí que acompañabas mi sonrisa y me rodeaste con tu brazo, atrayéndome más hacia ti y echándome sobre tu pecho.
—¿Te has levantado de buen humor? —Me preguntaste sin dejar de sonreír, y yo abrí los ojos avergonzado de repente por lo que acababa de hacer.
                Entonces, me deshice de tu abrazo y me senté recto con la mirada perdida entre las briznas, y tú no dejaste de mirarme. Cada vez me ponía más rojo y no sabía qué decir. Estaba completamente paralizado, y parecía como si el tiempo se hubiese detenido hasta que volviste a hablar:
—¿Te encuentras bien? —Me preguntaste, y yo ya no pude más.
                Con el cuerpo temblándome sin control, me eché a tus brazos haciéndote caer sobre la hierba, y me quedé sentado sobre tu cintura, con las manos apoyadas a ambos lados del suelo, casi rozando tus labios. Y fue que, como si estuviera siendo atraído por un sueño, dejé que mi boca se posase suavemente en la tuya y tú me correspondiste al beso, creo, sin dudarlo ni un solo instante.
                Después de ese momento, después de ese día, después de haber estado esperando tanto tiempo, por fin fui capaz de arrimarme a ti y atreverme a adentrarme por los senderos de la felicidad.
                Y cada día a tu lado era único y especial. Paseábamos por las calles cogidos de la mano sin que nos importase lo que el resto de la gente opinase sobre nosotros. Cenábamos en pequeños restaurantes y luego nos evadíamos de la realidad subiendo a las colinas de las afueras de la ciudad y sumiéndonos en un abrazo que podía durar horas y horas. Y no nos importaba nada que ocurriese fuera de ese abrazo.
                Era como estar siendo constantemente zarandeado por una brisa de primavera, cálida y a la vez refrescante. Y cada noche que pasábamos juntos, cada juego en la cama, me hacía quererte un poco más, aunque el miedo se hubiese adueñado de mí la primera vez. Pero era tocar tu piel bajo la ropa y sentirme arder. Era pasear mis dedos por tu contorno y volverme loco. Y cuando tú hacías lo mismo con mi cuerpo, era como si dejase de respirar y me desplazasen a un mundo donde solo tus caricias y la manera en que me tocabas importaba. Y a la mañana siguiente amanecíamos desnudos y abrazados, con una sonrisa compartida en nuestros rostros. Imperturbable. Inmortal.
                Sin embargo, todo lo imperturbable se perturba, y todo lo que parece eterno se vuelve finito. Y, por supuesto, nosotros no podíamos ser una excepción. Porque en el mundo del amor no hay excepciones, y el mundo que habíamos creado no era sino un espacio dentro del mayor. Pero yo creía que eso no era así. Soñaba con que no fuera así. Deseaba con todas mis fuerzas que te quedases conmigo para siempre, que no me dejaras falto de tus caricias ni de tus besos. Pensé que no te irías nunca de mi lado, que eran, tan solo, lejanos mensajes que podía evitar, pero resultó que me los mandaba el destino. Y el destino es lo único verdadero e inmortal. Y nos llega a todos, y no hay manera de saber cuál es el que toca.
                Por eso el destino te llevó con él aquel día en el que no pude siquiera decirte adiós. Fui incapaz de mirarte a los ojos azules como el cielo una última vez y darte ese último beso de despedida. Te dije adiós desde lejos de tu corazón, y tú me dijiste adiós desde dentro del mío. Y el dolor fue inmenso, como si todo el peso del mundo cayera de estrépito sobre mis espaldas, rompiendo cada una de mis vértebras lentamente y desarmando toda mi cordura emocional.
                Y lloré lo que lloran cien nubes. Y mi destino se selló con el tuyo, pues cuando tú partiste, te llevaste de mí todo lo bueno que quedaba.
                Y velaba por tu alma todas las noches recostado sobre la misma cama que habíamos compartido durante un tiempo que se me hizo demasiado corto. Pero tú no estabas a mí lado. Solo los recuerdos descansaban conmigo, pero ellos a mí no me dejaban dormir. Y cada vez que despertaba en la noche te veía a través de estos y las lágrimas se apoderaban de mis ojos hasta que ni una sola quedaba por resbalar por mis mejillas. Y entonces, solo entonces, conseguía dormir unas horas antes de despertar en la realidad de un nuevo día sin ti.
                Y nos dijimos adiós sin un beso. Dijimos adiós a las caricias. Dijimos adiós a los sueños y dijimos adiós a nosotros. Saludamos a nuestro destino y él nos respondió con oscuridad. Él te llevó consigo y a mí me dejó abandonado.
                 Y nos dijimos adiós sin un beso. Dijimos adiós a todo lo que una vez fuera lo único que nos había importado. Y yo no te dije adiós con un beso.

jueves, 1 de enero de 2015

Como estar en otro mundo

Era como estar en el cielo.

        Cientos de ángeles parecían sobrevolar las nubes al compás de suaves canciones que salían de sus labios. Eternas águilas batían sus alas en el inmenso azul que envolvía su corazón. Los dioses del Olimpo descansaban tranquilos sobre grandes cojines con la brisa del aire acariciándoles las mejillas.

        Podía incluso, fijándose un poco más, apreciar la luz de las estrellas adornando ese cielo tan intenso que no dejaba de mirarle, de seducirle, de hacer que le temblasen los brazos y las piernas mientras lo contemplaba sin descanso. Pues no podía apartar la mirada de aquel cielo, y tampoco quería.

        Alguna vez había presenciado cómo las nubes de ese cielo llovieron sobre él y le hicieron palidecer el alma. No quería ver la lluvia. No quería que su cielo sufriera. No quería que las lágrimas de agua cayesen sin remedio sobre el suelo, sin que él pudiese hacer nada.

        Podía quedarse para siempre mirando a ese azul tan tierno y tan agradable a sus ojos. Pensó que jamás podría encontrar algo que fuese tan bonito para él.

También era como estar en el océano.

        Las ondulaciones del mar no hacían más que mecerlo suavemente mientras suspiraba una y otra vez, con esa estúpida sonrisa en los labios sin saber porqué. La brisa marina le acariciaba todo el cuerpo mientras vagaba por el increíble azul del agua que se extendía hacia todas las direcciones y no le dejaba ver más allá del horizonte.

        Cerraba los ojos para disfrutar al máximo de aquella sensación, queriendo cada vez más y más, pero sospechando que ese era el placer más alto al que se podía llegar. Aún así, su egoísmo le decía que no debía conformarse con tan poco.

        Oía los rumores del viento pasear por sus mejillas, e intentó relajarse sobre el agua para que su sueño no lo abandonase pronto.

Además, era como estar en otro mundo.

        En un mundo en el que todo eran sonrisas y felicidad. En donde existían palabras más dulces de las que él pudiera pronunciar.

        La única preocupación que apresaba su corazón era saber que los momentos tan perfectos como ese, no duran eternamente. Pero mientras se sumergía más y más en ese mundo, nada le importaba tanto como seguir mirando en el interior del cielo, en las profundidades del mar.

        Si sólo conseguía escuchar el canto de las aves sobre las ramas de los árboles, aunque imaginados, que también sobrevolaban sus pensamientos y le daban vueltas la cabeza. ¿Cómo le iba a importar otra cosa?

        Puede que estuviera loco, pero, y si así fuese, ¿qué más le daría? Que le dejasen tranquilo con su cielo lleno de estrellas y con su mar de suaves mecidas. Que no le molestasen mientras perdía la mirada en todo aquello y todo aquello le mirase de la misma manera. Que no se atreviesen a perturbar su sueño y su desvarío de todos los días. Que nadie dijera palabra mientras se sumía en el hermoso trance que tenía delante y del que no quería ni podía salir.


Una pálida mano le rozó la mejilla y le hizo parpadear. Su cielo se esfumó. Su mar se desvaneció.

        Pero su mundo entero aún seguía en frente de él, teñido de rubio y con una sonrisa tan deliciosa como el chocolate.

        Hyoga lo miró con una expresión un tanto preocupada a la vez que le posaba una mano en la frente y separaba los labios para preguntarle:

        —Shun, ¿estás bien?
     
        —Sí... yo... sólo estaba mirando tus ojos.