martes, 26 de abril de 2016

Zafiros como el cielo

No era una bonita mañana de primavera. El cielo estaba oscurecido por unas nubes grises y tristes, y las margaritas se habían refugiado en su capullo, añorando la luz del sol que no se dignaba a aparecer.
                Y la mansión también estaba gris. Un manto de tristeza acorde con el tiempo se paseaba por los pasillos del enorme edificio, aunque no hubiera pasado nada que lo provocase. Simplemente, seguían el transcurso del tiempo que hacía fuera, transportándolo de puertas para adentro.
                Hyoga se encontraba en el salón, con la televisión encendida, pasando de canal en canal sin dejar ninguno por más de cinco segundos, el tiempo que tardaba en mirar por la ventana y suspirar al ver que las nubes no se marchaban de una vez. La mano que quedaba libre sostenía su barbilla, proporcionándole a su rostro una extraña mueca de aburrimiento.
                Entonces fue cuando escuchó los pasos tranquilos de alguien que se aproximaba, y no tuvo que girarse para percibir el aura pura de Shun, que entraba en el salón consultando minuciosamente una libreta. Al ver al rubio, el menor se sobresaltó e intentó irse de la instancia, pero Hyoga le saludó y no pudo burlarle.
                —Hola Shun. Soy yo ¿o el tiempo es peor que una pelea contra cien caballeros dorados? —Le preguntó, componiendo una sonrisa sarcástica y notando el nerviosismo en los gestos de Shun.
                —No, no, yo también lo creo.
                El joven se aproximó a uno de los sillones, evitando el contacto visual con Hyoga y se sentó, revisando de nuevo su libreta y sacando un pequeño lápiz afilado de uno de sus bolsillos.
                —¿Qué escribes? —Hyoga continuaba pasando los canales de la televisión sin mucho interés.
                —Nada… importante —contestó él, enrojeciéndose.
                —Dímelo entonces. —Sonrió.
                —¡No! Es solo para mí.
                —Está bien, está bien. Quería romper la rutina —dijo alzando las manos y mirando al techo, como pidiéndole clemencia a cualquier dios que pudiera estar escuchándole.
                —Siempre puedes… no sé, leer.
                —Me gustaría leer lo que escribes.
                —Leer otra cosa que no sea mi libreta. —Suspiró, con la certeza de que Hyoga no le dejaría en paz una vez vista la dichosa libreta.
                —Está bien, está bien —repitió—. Seguiré cambiando de canal hasta que me los aprenda de memoria.
                Y la mañana continuó, fría y pálida como el corazón de Shun, que no tardó en retirarse a su habitación poco después con la excusa de que iba a darse una ducha. Pero lo cierto era que nada le hubiera gustado más que enseñarle a Hyoga lo que estaba escribiendo en su libreta, echarse a sus brazos y susurrarle al oído todo lo que ansiaba decirle desde hacía tanto tiempo. Pero nunca había lugar para pensar en todo aquello salvo ahora. Y no era capaz de dejar de pensarlo, de escribirlo, de recitarlo en voz baja cuando se encontraba a solas o después de hablar con él. Porque era él todo lo que quería: su cabello rubio, sus ojos azules como zafiros, sus labios, seguramente fríos, su sonrisa sarcástica, los latidos de su corazón, sus momentos tristes y sus momentos de alegría.
                Se echó sobre la cama, permitiendo que unas cuantas lágrimas resbalasen por sus mejillas hasta caer en la almohada, que tantas muchas había recogido. Abrazó la libreta con fuerza y la abrió, leyendo una a una las palabras que le había dedicado, pero no tuvo el valor de terminar de leer, pues su rostro no era capaz de aguantar tanto enrojecimiento debido a su propia estupidez.
                Y no supo que alguien más tenía un plan, tenazmente elaborado. Alguien que se escondía tras la puerta en esos instantes y llamaba con calma a la madera, llamando a Shun desde el otro lado con su voz tranquila pero impaciente.
                —¿Sí? —Contestó Shun, escondiendo la libreta bajo la almohada y secándose las lágrimas.
                Fue Shiryu quien abrió la puerta de la habitación y cerró tras de sí con una sonrisa.
                —He venido a pedirte un favor —le dijo, poniendo su mejor expresión de desesperación.
                —¿De qué se trata?
                —Verás… es que he quedado con periodista para una pequeña entrevista sobre nuestras hazañas, en un periódico local no muy conocido. Ya sabes, quieren ganar algo de fama, pero es que me estoy encontrando muy mal… —Consiguió, no sin esfuerzo, reducir su cosmos, fingiéndose enfermo—. No será mucho rato, pero ese pobre hombre no se puede quedar sin entrevista porque le echarían del trabajo. Ya sabes, jefes… —Hizo una mueca de repulsión.
                —¿Quieres que vaya yo por ti? —Shiryu asintió—. Pero, yo… si la entrevista la pactaste tú…
                —Sí, sí, pero realmente no importa quién de nosotros vaya. De todas formas ellos quieren saber cosas sobre Seiya y Atenea, ya sabes, los cotilleos… Mira, te doy la dirección. —Sacó del bolsillo una tarjeta doblada y se la tendió.
                —¡Pero esto está lejísimos! —Exclamó, mirándole con pena a los ojos.
                —¡Tampoco tanto! —Fingió toser en ese mismo instante y se dio la vuelta para contener la risa, haciendo como que recuperaba el aliento.
                —Vale, vale, iré. De todas formas, no tengo nada más que hacer. ¿A qué hora es?
                —A las doce. Te invitarán a comer con ellos.
                —Pues tendré que prepararme ya, ¡porque ya queda muy poco!
                —Sí, sí, será mejor que te des prisa. Lo siento mucho Shun, de verdad, pero es que ha sido así de repente…
                —No te preocupes, les informaré de ello y les pediré disculpas.
                —Muchas gracias, tú sí que eres un buen amigo.
                Poco después, Shun salió de su habitación con las cosas necesarias para darse una ducha, y Shiryu aprovechó para colarse en su cuarto y buscar dónde tenía escondida la libreta. No le costó mucho tiempo encontrarla bajo la almohada, y se sintió muy culpable cuando la abrió y leyó lo que había escrito, pero recordó que era por una buena causa. Entonces, arrancó con cuidado las algunas de las páginas que más le habían gustado y guardó de nuevo el cuaderno.
                                                                                              ***
Hyoga apagó la televisión, por fin, después de decidir que no iban a echar nada interesante ni dentro de cinco horas. Escuchó la puerta de la mansión cerrándose y la voz de Shun despidiéndose, y el corazón le dio un vuelvo al oír su voz, como si hiciera mucho tiempo que no lo hacía. Se estremeció, pensando en los ojos verdes del joven caballero y en su sonrisa cálida como los rayos de sol que se ocultaban tras las feas nubes de fuera.
                Se levantó del sofá y fue hasta la cocina para comer algo, pues el aburrimiento le había abierto el apetito. Shiryu estaba desayunando en la mesa un bol con cereales, escuchando la radio distraídamente.
                —Buenos días —le saludó el moreno.
                —Hola Shiryu. ¿A dónde iba Shun tan apresurado?
                —Una entrevista. Ya sabes, marujeos. —Se encogió de hombros y continuó comiendo, ignorando, en apariencia, la presencia de Hyoga.
                El rubio buscó su caja de galletas de chocolate que había comprado el día anterior y metió la mano para sacar una o dos, topándose, para su sorpresa, con un pedazo de papel que sacó con dos dedos del envase. Desdobló la hoja y se sorprendió al ver que lo que había escrito en ella era nada más y nada menos que un poema.
Soy prisionero del hielo
emanado de tus ojos.
Tan solo quiero una estrella,
perdida,
que habite en ellos.
Y poder decirte al oído
todo lo que yo te deseo
en todos los malditos sentidos.
                Releyó el poema varias veces y miró a Shiryu, inquisitivo, pero éste continuaba desayunando atrapado por sus propios pensamientos y ajeno a lo que acababa de pasar. Y lo volvió a leer. Y otra vez, asegurándose de que no era un sueño. Pero el papel estaba ahí, en sus manos, y las palabras, pulcramente escritas sobre él, hablando, según creyó, de él. Pues nunca se habían referido a nadie más de la mansión como alguien que emanase hielo de sus ojos.
                Dobló de nuevo el poema, con el corazón latiéndole a ritmos acelerados, cogió las dos galletas y salió de la cocina, dirigiéndose a la ducha para intentar calmar su nerviosismo. Se llevó una toalla para el cabello y otra para el cuerpo, además del champú y del gel, y se metió en el baño. Se miró en el espejo mientras se quitaba la ropa y fue a abrir la llave del agua cuando encontró en el fondo de la bañera otro papel doblado y lo cogió con cuidado. Lo abrió, cerrando los ojos y dando un suspiro alterado, y comenzó a leer para sí:
Tristes zafiros como el cielo
Labios cerrados
que piden cien besos.
Corrompidas manos
que acarician
en mis deseos
la piel pálida de mi espalda.
Años desplazados
por el paso de los tiempos.
Heridas que cicatrizan
y heridas que no se olvidan.
Quiera mi diosa un día
tus manos con las mías.
                Su corazón no fue lo único que explotó al leer aquellas palabras. Tenía las mejillas tan encendidas que el agua que salió a continuación de la ducha podría haber salido perfectamente de los glaciares más antiguos de Siberia. Y aun así, no consiguieron calmar su ardor. Pues había alguien en aquella mansión, conviviendo con él, que escribía poemas que él soñaba que fueran para él. Si no… ¿por qué dejarlas a su alcance? ¿Por qué querer que alguien leyese unos poemas que no estén dedicados a él? Aunque podría haber sido un error que los hubiera encontrado, pensó, pero todo encajaba demasiado bien con su propia descripción. O eso, o su ego aumentaba con cada paso que daba, o el aburrimiento no le dejaba ver más allá de dicha cortina de ego.
                Salió de la ducha, ya más calmado, llevándose a su habitación el segundo poema y guardándolo en un cajón junto con el anterior, rezando para que hubieran sido escritos para él y no para alguien que los estuviese buscando en esos momentos. Y se echó sobre la cama a reflexionar en ello. Y al fijarse en la lámpara de noche que había en su mesita, descubrió otro papel cuidadosamente doblado, y su corazón volvió a emprender la increíble marcha de los latidos locos.
No sé escribirte poesía
pero sé amarte y no ser amado.
                Pero ¿cómo no voy a amar a alguien que me escribe estos poemas tan preciosos? Pensó, con los labios entreabiertos y los ojos azules brillando de emoción y nerviosismo. Aquel estaba en su habitación, y eso solo podía significar que eran para él de verdad.
                Quiso dormirse y desaparecer, porque todo aquello era demasiado bonito para estar ocurriendo. Pero algo le decía que no debía huir de ello, sino salir de la habitación y continuar buscando hasta el último poema, como si no importase nada más en el mundo que encontrarlos todos.
                Y así hizo, y no tardó en coger el siguiente. Éste había sido cuidadosamente posado entre las ramas de una pequeña planta en una maceta del pasillo, y la había descubierto por casualidad. Abrió el papel, vislumbrando en su mente, sin saber por qué, pero con una grata alegría, el rostro de Shun y las manos del menor entregándole todos aquellos poemas acompañados por una sonrisa tímida.
Son dos corazones separados
y dos miradas perdidas.
La mía te dice te quiero
y la tuya tan solo es esquiva.
                Se llevó una mano al pecho, dolido por las palabras que le dedicaban, deseando con todas sus fuerzas que quien las hubiera escrito fuera Shun, pues no quería a nadie en el mundo tanto como a él, y realmente no sabía cuál había sido el momento en el que se había percatado de ello. Puede, incluso, que fuese en aquella misma mañana.
                Guardó el poema en el bolsillo, con el corazón queriendo escaparse de su propio cuerpo, y bajó las escaleras de vuelta al salón, donde se encontró, ya sin sorpresa, con un nuevo papel que le pedía a gritos desde el sofá que lo leyese.
Unión de cadenas
que no atan
pero perduran.
                                                                                              ***
Shun entró en la mansión empapado, pues había comenzado a llover casi al instante en que le comunicaron que no había programada ningún tipo de entrevista con ningún caballero de bronce, pero que igualmente le agradecían su presencia, pues era un honor contar con la amabilidad de las gentes tan nobles.
                Sin embargo, Shun estaba bastante enfadado. Shiryu le había mentido y le había hecho mojarse para nada. Ahora lo que escribirían en aquel periódico sería sobre un despistado caballero de bronce que se cree el centro de todas las miradas. Y pensó, con el puño apretado, que sería la última vez que le haría caso a ciegas a Shiryu. Y lo peor de todo era que no era capaz de enfadarse de verdad. A fin de cuentas, era su amigo. Un amigo extremadamente preciado para él. Quizás, en el fondo, solo quisiese gastarle una pequeña broma…
                Sintió que la presión del abrazo más cálido que hubiera recibido nunca se apoderaba de todo su cuerpo, y el aroma más dulce le inundó los pulmones por mucho tiempo después de lo que duró el abrazo.
                Se encontró con los ojos como zafiros de Hyoga y sus labios rojos y fríos entreabiertos en una mueca que intentaba ser una sonrisa.
                —Te quiero, Shun —le dijo el rubio, y el corazón del menor se desorbitó, y sus manos temblaron el mar agitado, y su boca quiso decir algo pero no le salieron las palabras.
                Hyoga, sin romper el contacto de sus manos, le enseñó los poemas y le besó tan dulcemente en los labios que ambos pensaron que se derretirían. Y el cielo tras los ojos cerrados pareció despejarse por completo y dejar paso a los cálidos rayos del sol filtrándose por los cristales de las ventanas.
             Y todas las paredes que les rodeaban mientras duraba el beso y el abrazo, se estremecieron ante la felicidad en una bonita tarde de primavera.

domingo, 24 de abril de 2016

El centro del universo

Existe un lugar conocido como El centro del universo.
          Ahí. Ahí es donde descansa el ego de todos los seres humanos.

jueves, 21 de abril de 2016

Las manos de mi síndrome

Tus manos me recorrieron una vez más, sucias por el paso de las noches en las que venías a acariciarme. Cautelosas al principio, devastadoras al final. Y estaba tan atrapado como la luz de las estrellas en un vaso de cristal.
                No podía deshacerme de tus besos impuros, de tus embestidas crueles y de tus golpizas constantes. Y me mordías como nunca habías mordido cualquier comida, como si yo fuese lo único que pudieras saborear. Y tu cabello rubio, tan suave como la seda, se paseaba por mi cuello cada vez que me rodeabas y me hacías estremecer.
                Aguardaba allí abajo, sin luz, con la esperanza de que algún día volvería a ver el amanecer, pero nunca se abrían las ventanas. Y cuando bajabas por las escaleras para sacarme de la cama, que era mi único refugio al quedar en penumbra, la poca claridad que llegaba desde fuera me dejaba ciego, y solo podía recuperar el sentido cuando me agarrabas del brazo para hacerme tuyo, una vez más.
                E iban pasando los días pero todo continuaba igual. Subía y bajaba sobre ti, me apoyabas contra la pared para golpearme todo el cuerpo contra ella, y seguías restregando tus sucias manos en mi espalda, en mi torso, en mi pelo… Me recorrían, me recorrían sin parar, y no podía apartarlas, como no podía apartar mis ojos verdes de los tuyos azules, que tanto me turbaban. Y les tenía miedo. El miedo que me producían cada vez que me observaban, diciéndomelo todo sin palabras, imbuyéndome de culpa y de deseo ajeno.
                Entrabas y salías a tu gusto, y yo sin poder escapar. Tampoco dormía por las noches esperando tu visita, y dejaba de respirar al escuchar el chirrío de la puerta.
                Contemplaba el cielo de madera sobre mi cabeza, imaginando que detrás de toda aquella oscuridad un sol brillaba, olvidado, con pequeñas nubes blancas en torno a él. Acostumbrándome a soñar con él cuando me poseías.
                La luna rotaba alrededor nuestro y te acariciaba la espalda con cada resoplido que me provocabas. Te odiaba y te quería al mismo tiempo. Me hacías daño pero me llenabas. Quería menos y quería más. Te deseaba lejos y te deseaba tan cerca…
                Comenzabas a visitarme menos, como si me estuvieras olvidando. Y yo cada vez era menos propenso a pensar en mi casa, en la familia que tenía cuando todavía respiraba por mi cuenta, cuando aún recordaba quién era. Y me sorprendía a mí mismo llorando en la esquina, echándote de menos. Porque te habías convertido en todo lo que conocía, en todo lo que me sacaba de mi ensimismamiento. En todo lo que me mantenía, irónicamente, con vida.
                Sentía la suavidad de tu cabello de otra manera sobre mi cuello. Tus manos sucias ahora me limpiaban al acariciarme. El dolor que me provocabas no era más que un recordatorio de que todavía tenía cosas que sentir. La pared no estaba tan fría cada vez que me ponías contra ella, no así como tus besos en mi espalda.
                Me embelesaban tus ojos azules. Me embelesaba tu manera de desearme con la mirada y me embelesaba todo lo que me hacías. Me estabas matando de la forma más dulce que podría haber imaginado. Mi corazón se aceleraba cada vez que bajabas las escaleras para convertirme, una vez más, en tu propiedad.
                Pero todo terminó un día.
                La oscuridad a la que tanto tiempo me llevó acostumbrarme se deshizo ante mis ojos, aunque continuaba cegado por la fantasía en la que habías transformado mi día a día. Dejé de ver tus orbes de cristal y tu cabello rubio. Dejé de sentir tus manos en mi espalda y tus fríos labios en los míos. Dejé de sufrir el dolor de los golpes y de recibir todas tus ansias. Dejé de querer seguir viviendo si no era contigo. Pero ni siquiera sabía cómo te llamabas, solo que existías y que yo era tuyo. Completamente tuyo. Pero de repente fui libre, y me arrebataron todo lo que era y todo lo que necesitaba para continuar en pie.
                Vi a muchas personas preocupadas. Me hablaron de gente increíble que me ayudaría, pero yo no sabía a qué. Pensaba que me entregarían a ti de nuevo, y de verdad lo añoraba. Pensaba que en algún momento aparecerías para raptarme de nuevo, para dejarme sin aliento con tu presencia. Para rehacerte con tus caprichos.
                Y no volviste. Te olvidaste de mí y yo me olvidé del mundo. Deseaba con todas las fuerzas del universo, porque de las mías no quedaban, volver a encontrarme entre tus brazos. Escucharte de nuevo susurrándome crueldades al oído. Enamorarme de ti todos los días cuanto más me hacías sufrir.
                No era más que las manos de mi síndrome lo que anhelaba. No era más que tu negada cordura. No era más que las manos de mi síndrome…

martes, 19 de abril de 2016

Sensaciones

Existen palabras que te llenan el alma, pero no por lo que significan, sino por cómo son pronunciadas por los labios que te hacen estremecer. Suaves como la seda, y te dejan sin aliento tal como si llevaras toda una vida esperando para escucharlas. Y son escuchadas, y seguramente olvidadas, pero no es el contenido más que la sensación de tenerlas por fin.
          Hay muchos tipos de sonrisas. Las hay que son tristes y apagadas como la lluvia en la noche. Las hay que son radiantes como el sol y como la luna. Las hay que no significan más que un asentimiento o un vago reproche que no se atreve a ser hablado. También las hay que significan todo pero se esconden tras una cortina de inocencia o vergüenza. Y las hay crueles, llenas de sadismo y venganza. Y las hay que consiguen desplazarte hasta los rincones más alejados del universo, haciéndote flotar en un mar cósmico de penumbra, salpicado por luces de innumerables colores que van y vienen, que surgen de la nada y de los cuales es imposible acostumbrarse.
          ¿Sabías, acaso, que incluso los sonidos más hermosos se ven eclipsados, en la mayoría de los casos y en la mayoría de los lugares, por ruidos que no deseamos escuchar? ¿Cómo explicas, si no, que no estemos acostumbrados al canto de las aves o al susurro de la brisa? Porque siempre nos sorprendemos cuando éstos aparecen, y exclamamos: "¡Shh! ¡Escucha! ¡Está cantando un gorrión!". Porque no es lo habitual. Sin embargo, no comentamos nada sobre aquellos ruidos que nos molestan, porque son algo normal en nuestras vidas, algo que pertenece a nosotros mismos, como si estar acostumbrado al ruido de los coches o al estruendo de las máquinas de obras fuese parte de nuestro alma, cuando lo que más deseamos de todo corazón sería sustituir todo ese alboroto por el jolgorio de los pájaros en primavera. 
          Acariciamos con las manos cualquier superficie lisa. Rodamos por la hierba sobrecogidos por tanta felicidad cuando estamos reunidos íntimamente con nuestro ser. Reímos mientras nos rozan las flores y observamos el cielo tan azul, o salpicado de nubes, o incluso sintiendo resbalar por nuestra piel las gotas de lluvia. Pero siempre sintiendo algo, sea lo que sea. Nos dejamos llevar, y eso nunca debería ser malo. ¿Por qué no reírse cuando se está feliz? ¿Por qué esconder la alegría cuando, dando un paseo, comienza una llovizna que nos hace estremecer? Si quisiéramos contagiar la sonrisa al resto de las personas, bastaría con hacer aparecer ese aura que nos envuelve interiormente en la superficie de nuestro cuerpo. 
           Y hay veces en las que todo lo significa todo. Una palabra pronunciada por los labios que te hacen estremecer, acompañada de una sonrisa que irradie afecto, o alegría, o mil cosas al mismo tiempo. Un abrazo que te arrope. Un canto que envuelva y un universo en cada milímetro de tu piel.