No era una bonita mañana de primavera.
El cielo estaba oscurecido por unas nubes grises y tristes, y las margaritas se
habían refugiado en su capullo, añorando la luz del sol que no se dignaba a
aparecer.
Y
la mansión también estaba gris. Un manto de tristeza acorde con el tiempo se
paseaba por los pasillos del enorme edificio, aunque no hubiera pasado nada que
lo provocase. Simplemente, seguían el transcurso del tiempo que hacía fuera,
transportándolo de puertas para adentro.
Hyoga
se encontraba en el salón, con la televisión encendida, pasando de canal en
canal sin dejar ninguno por más de cinco segundos, el tiempo que tardaba en
mirar por la ventana y suspirar al ver que las nubes no se marchaban de una
vez. La mano que quedaba libre sostenía su barbilla, proporcionándole a su
rostro una extraña mueca de aburrimiento.
Entonces
fue cuando escuchó los pasos tranquilos de alguien que se aproximaba, y no tuvo
que girarse para percibir el aura pura de Shun, que entraba en el salón
consultando minuciosamente una libreta. Al ver al rubio, el menor se sobresaltó
e intentó irse de la instancia, pero Hyoga le saludó y no pudo burlarle.
—Hola Shun. Soy yo ¿o el tiempo es peor que una pelea
contra cien caballeros dorados? —Le preguntó, componiendo una sonrisa
sarcástica y notando el nerviosismo en los gestos de Shun.
—No, no, yo también lo creo.
El joven se aproximó a uno de
los sillones, evitando el contacto visual con Hyoga y se sentó, revisando de
nuevo su libreta y sacando un pequeño lápiz afilado de uno de sus bolsillos.
—¿Qué escribes? —Hyoga
continuaba pasando los canales de la televisión sin mucho interés.
—Nada… importante —contestó él,
enrojeciéndose.
—Dímelo entonces. —Sonrió.
—¡No! Es solo para mí.
—Está bien, está bien. Quería
romper la rutina —dijo alzando las manos y mirando al techo, como pidiéndole
clemencia a cualquier dios que pudiera estar escuchándole.
—Siempre puedes… no sé, leer.
—Me gustaría leer lo que
escribes.
—Leer otra cosa que no sea mi
libreta. —Suspiró, con la certeza de que Hyoga no le dejaría en paz una vez
vista la dichosa libreta.
—Está bien, está bien —repitió—.
Seguiré cambiando de canal hasta que me los aprenda de memoria.
Y la mañana continuó, fría y
pálida como el corazón de Shun, que no tardó en retirarse a su habitación poco
después con la excusa de que iba a darse una ducha. Pero lo cierto era que nada
le hubiera gustado más que enseñarle a Hyoga lo que estaba escribiendo en su
libreta, echarse a sus brazos y susurrarle al oído todo lo que ansiaba decirle
desde hacía tanto tiempo. Pero nunca había lugar para pensar en todo aquello
salvo ahora. Y no era capaz de dejar de pensarlo, de escribirlo, de recitarlo
en voz baja cuando se encontraba a solas o después de hablar con él. Porque era
él todo lo que quería: su cabello rubio, sus ojos azules como zafiros, sus
labios, seguramente fríos, su sonrisa sarcástica, los latidos de su corazón,
sus momentos tristes y sus momentos de alegría.
Se echó sobre la cama,
permitiendo que unas cuantas lágrimas resbalasen por sus mejillas hasta caer en
la almohada, que tantas muchas había recogido. Abrazó la libreta con fuerza y
la abrió, leyendo una a una las palabras que le había dedicado, pero no tuvo el
valor de terminar de leer, pues su rostro no era capaz de aguantar tanto
enrojecimiento debido a su propia estupidez.
Y no supo que alguien más tenía
un plan, tenazmente elaborado. Alguien que se escondía tras la puerta en esos
instantes y llamaba con calma a la madera, llamando a Shun desde el otro lado
con su voz tranquila pero impaciente.
—¿Sí? —Contestó Shun,
escondiendo la libreta bajo la almohada y secándose las lágrimas.
Fue Shiryu quien abrió la puerta
de la habitación y cerró tras de sí con una sonrisa.
—He venido a pedirte un favor —le
dijo, poniendo su mejor expresión de desesperación.
—¿De qué se trata?
—Verás… es que he quedado con
periodista para una pequeña entrevista sobre nuestras hazañas, en un periódico
local no muy conocido. Ya sabes, quieren ganar algo de fama, pero es que me
estoy encontrando muy mal… —Consiguió, no sin esfuerzo, reducir su cosmos,
fingiéndose enfermo—. No será mucho rato, pero ese pobre hombre no se puede
quedar sin entrevista porque le echarían del trabajo. Ya sabes, jefes… —Hizo
una mueca de repulsión.
—¿Quieres que vaya yo por ti? —Shiryu
asintió—. Pero, yo… si la entrevista la pactaste tú…
—Sí, sí, pero realmente no
importa quién de nosotros vaya. De todas formas ellos quieren saber cosas sobre
Seiya y Atenea, ya sabes, los cotilleos… Mira, te doy la dirección. —Sacó del
bolsillo una tarjeta doblada y se la tendió.
—¡Pero esto está lejísimos! —Exclamó,
mirándole con pena a los ojos.
—¡Tampoco tanto! —Fingió toser
en ese mismo instante y se dio la vuelta para contener la risa, haciendo como
que recuperaba el aliento.
—Vale, vale, iré. De todas
formas, no tengo nada más que hacer. ¿A qué hora es?
—A las doce. Te invitarán a
comer con ellos.
—Pues tendré que prepararme ya,
¡porque ya queda muy poco!
—Sí, sí, será mejor que te des
prisa. Lo siento mucho Shun, de verdad, pero es que ha sido así de repente…
—No te preocupes, les informaré
de ello y les pediré disculpas.
—Muchas gracias, tú sí que eres
un buen amigo.
Poco después, Shun salió de su
habitación con las cosas necesarias para darse una ducha, y Shiryu aprovechó
para colarse en su cuarto y buscar dónde tenía escondida la libreta. No le costó
mucho tiempo encontrarla bajo la almohada, y se sintió muy culpable cuando la
abrió y leyó lo que había escrito, pero recordó que era por una buena causa.
Entonces, arrancó con cuidado las algunas de las páginas que más le habían
gustado y guardó de nuevo el cuaderno.
***
Hyoga apagó la
televisión, por fin, después de decidir que no iban a echar nada interesante ni
dentro de cinco horas. Escuchó la puerta de la mansión cerrándose y la voz de
Shun despidiéndose, y el corazón le dio un vuelvo al oír su voz, como si
hiciera mucho tiempo que no lo hacía. Se estremeció, pensando en los ojos
verdes del joven caballero y en su sonrisa cálida como los rayos de sol que se
ocultaban tras las feas nubes de fuera.
Se levantó del sofá y fue hasta
la cocina para comer algo, pues el aburrimiento le había abierto el apetito.
Shiryu estaba desayunando en la mesa un bol con cereales, escuchando la radio
distraídamente.
—Buenos días —le saludó el
moreno.
—Hola Shiryu. ¿A dónde iba Shun
tan apresurado?
—Una entrevista. Ya sabes,
marujeos. —Se encogió de hombros y continuó comiendo, ignorando, en apariencia,
la presencia de Hyoga.
El rubio buscó su caja de
galletas de chocolate que había comprado el día anterior y metió la mano para
sacar una o dos, topándose, para su sorpresa, con un pedazo de papel que sacó
con dos dedos del envase. Desdobló la hoja y se sorprendió al ver que lo que
había escrito en ella era nada más y nada menos que un poema.
Soy prisionero
del hielo
emanado de tus
ojos.
Tan solo quiero una estrella,
perdida,
que habite en ellos.
Y poder decirte al oído
todo lo que yo te deseo
en todos los malditos sentidos.
Releyó
el poema varias veces y miró a Shiryu, inquisitivo, pero éste continuaba
desayunando atrapado por sus propios pensamientos y ajeno a lo que acababa de
pasar. Y lo volvió a leer. Y otra vez, asegurándose de que no era un sueño.
Pero el papel estaba ahí, en sus manos, y las palabras, pulcramente escritas
sobre él, hablando, según creyó, de él. Pues nunca se habían referido a nadie
más de la mansión como alguien que emanase hielo de sus ojos.
Dobló
de nuevo el poema, con el corazón latiéndole a ritmos acelerados, cogió las dos
galletas y salió de la cocina, dirigiéndose a la ducha para intentar calmar su
nerviosismo. Se llevó una toalla para el cabello y otra para el cuerpo, además
del champú y del gel, y se metió en el baño. Se miró en el espejo mientras se
quitaba la ropa y fue a abrir la llave del agua cuando encontró en el fondo de
la bañera otro papel doblado y lo cogió con cuidado. Lo abrió, cerrando los
ojos y dando un suspiro alterado, y comenzó a leer para sí:
Tristes zafiros como el cielo
Labios cerrados
que piden cien besos.
Corrompidas manos
que acarician
en mis deseos
la piel pálida de mi espalda.
Años desplazados
por el paso de los tiempos.
Heridas que cicatrizan
y heridas que no se olvidan.
Quiera mi diosa un día
tus manos con las mías.
Su
corazón no fue lo único que explotó al leer aquellas palabras. Tenía las
mejillas tan encendidas que el agua que salió a continuación de la ducha podría
haber salido perfectamente de los glaciares más antiguos de Siberia. Y aun así,
no consiguieron calmar su ardor. Pues había alguien en aquella mansión,
conviviendo con él, que escribía poemas que él soñaba que fueran para él. Si no…
¿por qué dejarlas a su alcance? ¿Por qué querer que alguien leyese unos poemas
que no estén dedicados a él? Aunque podría haber sido un error que los hubiera
encontrado, pensó, pero todo encajaba demasiado bien con su propia descripción.
O eso, o su ego aumentaba con cada paso que daba, o el aburrimiento no le
dejaba ver más allá de dicha cortina de ego.
Salió
de la ducha, ya más calmado, llevándose a su habitación el segundo poema y
guardándolo en un cajón junto con el anterior, rezando para que hubieran sido
escritos para él y no para alguien que los estuviese buscando en esos momentos.
Y se echó sobre la cama a reflexionar en ello. Y al fijarse en la lámpara de
noche que había en su mesita, descubrió otro papel cuidadosamente doblado, y su
corazón volvió a emprender la increíble marcha de los latidos locos.
No sé escribirte poesía
pero sé amarte y no ser amado.
Pero ¿cómo no voy a amar a alguien que me
escribe estos poemas tan preciosos? Pensó, con los labios entreabiertos y
los ojos azules brillando de emoción y nerviosismo. Aquel estaba en su
habitación, y eso solo podía significar que eran para él de verdad.
Quiso
dormirse y desaparecer, porque todo aquello era demasiado bonito para estar
ocurriendo. Pero algo le decía que no debía huir de ello, sino salir de la
habitación y continuar buscando hasta el último poema, como si no importase
nada más en el mundo que encontrarlos todos.
Y
así hizo, y no tardó en coger el siguiente. Éste había sido cuidadosamente
posado entre las ramas de una pequeña planta en una maceta del pasillo, y la
había descubierto por casualidad. Abrió el papel, vislumbrando en su mente, sin
saber por qué, pero con una grata alegría, el rostro de Shun y las manos del
menor entregándole todos aquellos poemas acompañados por una sonrisa tímida.
Son dos corazones separados
y dos miradas perdidas.
La mía te dice te quiero
y la tuya tan solo es esquiva.
Se
llevó una mano al pecho, dolido por las palabras que le dedicaban, deseando con
todas sus fuerzas que quien las hubiera escrito fuera Shun, pues no quería a
nadie en el mundo tanto como a él, y realmente no sabía cuál había sido el
momento en el que se había percatado de ello. Puede, incluso, que fuese en
aquella misma mañana.
Guardó
el poema en el bolsillo, con el corazón queriendo escaparse de su propio
cuerpo, y bajó las escaleras de vuelta al salón, donde se encontró, ya sin
sorpresa, con un nuevo papel que le pedía a gritos desde el sofá que lo leyese.
Unión de cadenas
que no atan
pero perduran.
***
Shun entró en la mansión empapado,
pues había comenzado a llover casi al instante en que le comunicaron que no
había programada ningún tipo de entrevista con ningún caballero de bronce, pero
que igualmente le agradecían su presencia, pues era un honor contar con la
amabilidad de las gentes tan nobles.
Sin
embargo, Shun estaba bastante enfadado. Shiryu le había mentido y le había
hecho mojarse para nada. Ahora lo que escribirían en aquel periódico sería
sobre un despistado caballero de bronce que se cree el centro de todas las
miradas. Y pensó, con el puño apretado, que sería la última vez que le haría
caso a ciegas a Shiryu. Y lo peor de todo era que no era capaz de enfadarse de
verdad. A fin de cuentas, era su amigo. Un amigo extremadamente preciado para
él. Quizás, en el fondo, solo quisiese gastarle una pequeña broma…
Sintió
que la presión del abrazo más cálido que hubiera recibido nunca se apoderaba de
todo su cuerpo, y el aroma más dulce le inundó los pulmones por mucho tiempo
después de lo que duró el abrazo.
Se
encontró con los ojos como zafiros de Hyoga y sus labios rojos y fríos
entreabiertos en una mueca que intentaba ser una sonrisa.
—Te quiero, Shun —le dijo el rubio, y el corazón del
menor se desorbitó, y sus manos temblaron el mar agitado, y su boca quiso decir
algo pero no le salieron las palabras.
Hyoga, sin romper el contacto de
sus manos, le enseñó los poemas y le besó tan dulcemente en los labios que
ambos pensaron que se derretirían. Y el cielo tras los ojos cerrados pareció
despejarse por completo y dejar paso a los cálidos rayos del sol filtrándose
por los cristales de las ventanas.
Y todas las paredes que les
rodeaban mientras duraba el beso y el abrazo, se estremecieron ante la
felicidad en una bonita tarde de primavera.