Te cogí de la mano y escapé de la
realidad.
Me miraste a
los ojos preguntándome mil cosas, pero ni yo sabía lo que tenía que contestar.
Simplemente me dejé llevar por aquel impulso que no me permitía detener los
pasos por el camino, y sabía que tú me ibas a acompañar, porque siempre lo has
hecho, porque estábamos unidos por un hilo invisible.
—Tengo miedo —me dijiste, y lo noté porque te temblaban las manos.
Yo también tenía miedo, aunque
trataba que la seguridad lo sobrepasase. Quería darte la sorpresa más bonita
del universo, y el temor no podría ser capaz de frenarme. Entonces, comencé a
cantar en un idioma que ni si quiera yo conocía, pero que transmitía todo
aquello que necesitaba decirte, y tú me escuchabas con tu rostro de niño,
ladeando la cabeza y tarareando los versos que yo mismo me estaba inventando.
Se notaba que el sendero era poco
transitado, pues era estrecho y lleno de hierbajos que apenas dejaban ver las
losas de piedra descuidadas por los años. Sin embargo, los miles de cielos
coloridos que se atisbaban por entre las copas de los árboles despejaban
cualquier duda: aquel era el camino que buscaba.
—¿Qué dice? —Me preguntaste con
una sonrisa.
—¿El qué?
—La canción —cerraste los ojos
sin dejar de sonreír y me contagiaste más alegría de la que ya tenía.
—Habla sobre ti y lo maravilloso
que eres —dije sin pensar, y en realidad así lo creía.
Me abrazaste con fuerza tras
esas palabras, y me susurraste al oído que no había nada en el mundo comparado
conmigo, aunque yo no te creía. Lo único que quería era hacerte feliz, costase
lo que costase. Sabía que no merecías menos que una constante felicidad.
Los árboles se abrieron dejando
claros tan verdes y azules como nunca los habíamos visto antes. Te despegaste
de mi lado y te postraste en la linde del sendero de piedra, ataviado con los
destellos de los soles y las lunas que salían a nuestro encuentro por entre las
montañas nevadas. Entonces te echaste sobre la hierba, contemplando el cielo, y
me hiciste gestos con las manos para que me echase a tu lado. Contamos las
estrellas sobre nosotros y describimos círculos al compás del movimiento de los
cientos de planetas más visibles, susurrando sus nombres, aunque no los
supiéramos, y bautizando a los que nos dejaban sin palabras.
—Tenemos que continuar el camino
—te dije, y tú me miraste con esa sonrisa siempre en tus labios.
—¿Dónde quieres que acabemos?
—En el lugar más bonito del
universo.
—¿Hay algo más bonito que tus
ojos?
No te contesté, porque no podía.
Sabía que tenía que cogerte de la mano y guiarte por alguna parte hacia algún
lugar que ni yo mismo tenía la certeza de que existiera. Lo único que me guiaba
era la brisa que cubría nuestros pasos y tu mirada esclavizada por el paisaje,
paseándose de un lugar a otro sin dejar de contemplar. Pero aquello no era lo
que buscaba, sino parte.
Me armé de valor y me levanté
con tu mano entre las mías. Regresamos al sendero y continuamos avanzando,
aunque a aquellas alturas del camino era imposible saber qué sentido era
adelante y cuál atrás.
Unas nubes blanquísimas
comenzaron a teñir el pedazo de cielo que nos acompañaba sobre nuestras
cabezas, y unas diminutas gotas de lluvia nos ampararon en el camino,
destellando con colores que no habíamos visto jamás. Pero no quisimos
resguardarnos de la lluvia. Nos daba cobijo sin saber exactamente por qué, y
era suave y refrescante. Parecía, incluso, que hasta el suelo bajo nuestros
pies se estremecía al contacto con la llovizna.
Subimos por unas escaleras de
plata, tan finas que parecían transparentes y se veía el campo que dejábamos
abajo. Tocamos las estrellas y los planetas que continuaban dando vueltas.
Traspasamos los límites del universo en un mar infinito de esferas
deslumbrantes. Recorrimos travesías que hacía milenios que estaban perdidas.
Descubrimos el Paraíso del que no quisimos regresar.