Siempre supe que todo era un cuento de hadas. Lo supe nada más
verte, nada más caer rendido a tus pies con las primeras luces del alba.
Lo supe la primera vez que salimos para contemplar los dragones y todo el
esplendor que cae desde sus alas al volar. Y del fuego que amenaza entre las
fauces cuando tratan de domarlos.
Y lo supe desde la tarde en que fuimos hasta el río cogidos de la mano, como si
nada más importase, con el sol dándonos en el rostro y sofocando nuestra
respiración. Sin embargo, yo creía firmemente que no era el sol el único
causante de tal dificultad.
Pues eran tus manos cálidas, tus labios como rubíes, tus ojos grandes como
esmeraldas, brillantes como diamantes. Tus besos en mi boca, suaves como el
terciopelo, inseguros por el qué
dirán.
Era todo un cuento de hadas que parecía realidad. Lo supe porque te quería más
que a mi vida, e incluso cuando nada quedaba en el campo me inventaba cualquier
excusa con tal de ir a verte una vez más. Soñaba con nunca separarme de ti,
noche tras noche.
Y cada amanecer el rugido infernal de los dragones me desperezaba de ese
increíble sueño en el que no existían barreras para nuestro deseo. Porque los sueños
moldeables es lo más realista para escaparse de la realidad.
Y me decías una y otra vez lo mucho que te preocupaba que nos descubrieran, que
nuestro amor era prohibido. Que nos tirarían piedras a las ventanas. ¿Qué más
da? Las ventanas se pueden arreglar, un corazón roto no.
Lo supe el día en que nos escapamos al monte con una cesta de comida. Nos
quedamos atrapados en una pequeña grieta en la tierra por la lluvia torrencial.
Era verano, claro, ¿cómo predecir el tiempo en una época tan fastidiosa? Pero
aquel día fue increíble. Las luciérnagas de cristal volaban por todas partes y
nos hacían compañía con su melodía de luces. Y las apacibles flores de ojos
anaranjados se abrían como todas las noches y nos saludaban con sus pequeñas
hojas como manos.
Quizá fue aquel día en el que me di cuenta de que todo era un cuento de hadas.
Yo lo intuía, pero no era capaz de verlo. No quería que nada de aquello
terminase.
La lluvia amainó muy de madrugada, y nos encontró buscando las palabras
precisas para que al volver no nos castigasen, pero no se nos ocurría nada
sensato que decir. Y entre risas todo eran luciérnagas en nuestros ojos.
Al final regresamos cogidos de la mano, sin importar quién pudiera vernos.
Llegamos a la conclusión de que lo que tuviera que pasar, terminaría pasando.
No podríamos ocultarnos por mucho más tiempo.
Y el cuento de hadas se fue desnutriendo cada vez más. Mi Shun se desmoronaba
en su familia, y yo me desmoronaba en la mía. Nos veían como bichos raros, como
seres despreciables, y nos tenían confinados en un rincón distinto del
universo, como si estuviera prohibido, con pena de muerte, amar.
—Mime, vete a recoger los huevos al gallinero. Y como te pille de nuevo…
—Sí, padre —respondía yo antes de que llegase a pronunciar su nombre, con miedo
a que si lo hacía, este quedase consumido en el aire.
Entonces las luciérnagas dejaron de cantar con luz. Los dragones dejaron de
parecerme maravillosos y ya no les devolvía el saludo a las flores. Y cuando
supe que tu alma se había ido a reunir con las estrellas una noche de invierno,
una enfermedad incurable se apoderó de mi corazón.
Me fui lejos. Traté de reunir pedazos de cuerdas de plata para poder alcanzarte
en el cielo. Traté de pescar las estrellas para traerte de vuelta conmigo.
Traté de volar por encima de las nubes a lomos de uno de los dragones, pero no
quería subir más.
Intenté tener tu mirada clavada en mis ojos. Lo intenté… pero no era más que un
cuento de hadas.