Una vez desperté tras soñar con
tus ojos verdes. Una vez desperté y me arrepentí de haberlo hecho.
Tenía
tu mirada aún reciente en mi cabeza, como si estuvieras presente también en mi
habitación. Te había cogido de la mano y te había amado como un astrónomo a las
estrellas, pero tan pronto como hube abierto los ojos ya no estabas. Tan solo
tu recuerdo, en mi sueño, en mi deseo.
Me
levanté de la cama y me encontré solo y vacío, como si me hubieran arrancado un
pedazo de mi corazón, que permanecía dormido. Y mientras caminaba hacia la
cocina para prepararme el desayuno, no podía dejar de pensar en ti.
Eché
el café en mi taza y me senté en la mesa, al lado de mi padre. Me miró como me
miraba todas las mañanas y encendió la radio. El interlocutor decía que habían
encontrado el cuerpo sin vida de un joven en un descampado, que todos los
indicios apuntaban a una sobredosis. Inevitablemente me imaginé que era yo ese
chico, pero la sobredosis se sustituía por tus ojos verdes y tus caricias en mi
mejilla.
Y
en clase tampoco pude concentrarme. Tus labios se interponían entre las
palabras del profesor y yo, y me besaban sin estar presentes, como habías hecho
en mis sueños. Y pensé en quedarme dormido encima del pupitre, pero sabía que
aquello no era más que la triste realidad y que lo único que conseguiría sería
una buena reprimenda.
Pero
al llegar a casa fue diferente. Me tumbé en la cama y deseé con todas mis
fuerzas quedarme dormido, y lo conseguí, pero no apareciste en mi sueño. Tan
solo el desasosiego y las ganas de querer saber más de ti y de tus ojos.
Soñé
que me estaba quemando en el infierno. Pero no se trataba de un infierno
religioso, sino de un mundo donde todo eran escombros y la gente huía
despavorida, intentando salvar inútilmente sus vidas. El fuego lo ocultaba todo
a su alrededor y te eché de menos. Eché de menos tus miradas gélidas para poder
aplacar con tempestad todas aquellas llamas que lo envolvían todo a su paso.
Pero no te veía por ninguna esquina, por ninguna tienda destrozada, por ningún
coche… y no sentía el latido de tu corazón como solía sentir en los sueños en
los que estaba contigo.
Desperté
entre temblores, con miedo a continuar soñando y no encontrarte. Me senté sobre
la cama con la frente perlada de sudor y con la respiración entrecortada.
Decidí, entonces, que no podría intentar buscarte en mis sueños por mi propia
voluntad, que tendría que esperar hasta la noche. Pero… ¿podría esperar?
Conseguí
mantenerme lejos de mi cama y lejos del sueño. Sin embargo, no pude deshacerme
de la necesidad de irme a dormir temprano, aún con el desamparo del sueño de
por la tarde. En ese punto del día, poco importaba. Solo quería verte de nuevo.
Y
encontré tu rostro entre las ramas de unos árboles bajos, en un bosque rodeado
de lucecillas que bailaban y destellaban entre los dos. Y entonces los árboles
desaparecieron y quedamos suspendidos entre una neblina que se disipó,
dejándonos a escasos centímetros el uno del otro, sobre unos jardines acosados
de flores discordantes.
Acercaste
tus labios a los míos y nos fundimos en un beso tan caluroso como el sol que se
acababa de asomar entre unas pequeñas nubes, en un cielo violáceo. Separaste tu
rostro y me miraste a los ojos, abrazándome con una sonrisa tan dulce que pensé
que me derretiría. Y entonces, por primera vez desde que soñaba contigo, me
hablaste, y tu voz hacía honor a toda tu belleza:
—Hola,
Hyoga —dijiste, en apenas un susurro, y mis manos comenzaron a temblar.
—Hola, Shun —te respondí como si
te conociera desde hacía tiempo, pero en realidad, y hasta ese momento, jamás
había sabido tu nombre.
Agrandaste tu sonrisa y
desviaste la mirada con las mejillas rojas. Reuní valor y te hice levantar los
ojos hacia mí de nuevo, pero ya no sonreías. Me contemplabas con admiración,
como si yo mismo fuese un dios o algo parecido. Y reconozco que yo te miraba
igual, porque para mí eras lo que más quería en mi vida, aunque solo pudiera
sostenerte en mis sueños.
Pero te esfumaste. Te fuiste de
mi sueño tan rápido como habías llegado, y yo me desperté entre un amasijo de
sábanas, con las lágrimas resbalando hacia la almohada y mis manos agarrando el
espacio donde antes habías estado tú.
Le supliqué a cualquiera que
pudiera escucharme que me devolviera dentro de mi cabeza, donde solo tú tenías
cabida, pero nadie me respondió. Escuché la voz de mi padre desde la cocina,
gritando furioso que me levantase o si no llegaría tarde a clase, pero yo no
quería ir. Quería permanecer en la cama con tu recuerdo. Aferrarme a las
desordenadas sábanas y no soltarlas nunca con la esperanza de que tú
aparecerías entre ellas en cualquier momento. Y sabía que eso no iba a suceder.
Sucedió que durante una semana
lo único que soñaba era que tú te esfumabas con lágrimas en tus ojos verdes, y
yo estiraba el brazo todo lo que podía para intentar impedirlo sin remedio. Y
los últimos días ni siquiera podía vislumbrar tu rostro en la oscuridad de mis
sueños. Era como si hilos invisibles tirasen de ti y de mí hacia lados
opuestos, y yo estaba tan desesperado que amanecía todos los días deseando
volver a dormir para recuperarte y traerte conmigo a la realidad. Aun sabiendo
que eso era imposible.
Desistí. Desistí porque todas
las noches me pasaba lo mismo y quería tratar de olvidarte para dejar de
sufrir. Incluso empecé a hacerle caso a esa chica de mi clase que estaba
enamorada de mí, con la esperanza de poder escapar de tu recuerdo. Por dentro,
igualmente, tenía desgarrado el corazón.
—Si
no quieres estar conmigo, dímelo —me dijo un día, enfadada, y yo no tuve ni el
valor ni las ganas de contestarle, porque sabía que todo era una tapadera—.
Olvídame —terminó, y yo estuve a punto de responder que a quien quería olvidar
era a ti.
Y mis intentos fueron en vano.
Tú dejaste de aparecerte en mis sueños pero en mi lucidez estabas siempre presente,
y no tenía ni la menor idea de cómo borrarte de mi memoria dejando las menores
secuelas posibles.
Y aunque parezca imposible, poco
a poco me fui olvidando de ti. Poco a poco, muy poco a poco… tal vez pasó un
año cuando lo conseguí… Habías dejado de aparecerte en mis sueños y mis sueños
habían dejado de ser oscuros. Y, de repente, dejé de pensarte, de imaginarte,
de recordar cómo te acariciaba la mejilla y cómo te besaba en los labios.
Pero yo ya era, por aquel
entonces, un experto en los malos acontecimientos. Y una noche como otra
cualquiera, después de haber estado con la que era mi novia, la misma que me
había pedido que me olvidase de ella, me tumbé sobre la cama y me puse a
escuchar música melancólica. Y no pensaba en ti. Ni en ella. No pensaba en nada
en absoluto, sino que me limitaba a canturrear la letra y la melodía de cada
canción como si no hubiese nada más importante en el mundo.
Y entonces me dormí. Me dormí y
aparecí en un hermoso jardín que, extrañamente, me recordaba a un lugar en el
que yo ya había estado, no sabía ni cuándo ni por qué, pero lo sabía, lo
percibía.
Caminé unos pasos titubeantes
por la fina hierba y la brisa me meció el cabello rubio con sus suaves
susurros. Me dejé llevar por la música del sueño, olvidando la que sonaba a
través de los auriculares en mi habitación.
Parecía que el jardín estaba
girando sobre sí mismo. Comenzaron a aparecer árboles alrededor que no tardaron
en cortarme todos los caminos. Di varios pasos en todas direcciones, pero
estaba completamente cercado y no supe qué hacer. Miré hacia arriba con la
esperanza de encontrar una vía de salida de ese claro del bosque, pero lo único
que me encontré fue con el pálido brillo de una luna que abarcaba casi todo el
cielo estrellado.
Cerré los ojos con angustia y me
dejé caer sobre la hierba oscurecida. Estaba húmeda, como mis ojos. Sin
embargo, no estaba triste. Tenía el presentimiento de que alguien me estaba
observando desde algún lugar y, temeroso, volví a alzar la mirada hacia la
enorme luna.
Y mi corazón palideció junto con
su luz. Y mis oídos se llenaron de tu cálida voz, que pronunciaba mi nombre
como una lejana melodía que lo envolvía todo a su paso, aterciopelada y suave. Vislumbré
tus ojos sobre la superficie del astro. Vislumbré el brillo de tu cabello y el
color de tu piel. Vislumbré tu sonrisa desde allí arriba, y sentí que volaba
hacia ti, pero mis pies no se despegaron del suelo.
Traté por todos los medios de
desplegar unas alas que nunca tuve para acudir a tu llamada, pues tu voz sonaba
cada vez con más fuera en mi cabeza, pero ni un rastro de plumas se asomó en mi
espalda, y no sentí nada que me desgarrara la piel. Sin embargo, mi corazón se
estaba desgarrando por no poder alcanzarte.
Vi una brecha entre los árboles
de en frente. Me acerqué hasta ellos y, con las manos temblando, me abrí camino
por entre sus ramas bajas, que me arañaban la piel a cada paso que daba. Pero
no me importaba. No me importaba porque tenía la sensación de que al final de
todo aquel dolor podría abrazarte de nuevo. Y continué, con las manos y brazos
ensangrentados, mientras, además, otras de las ramas se aferraban a mi pelo y
me latigaban el rostro.
El sendero que se abría paso
entre los árboles se fue transformando hasta que los troncos formaron un sólido
túnel que no dejaba pasar ni un mísero rayo de luna. Y ya no era capaz de
escuchar tu voz en mi cabeza ni de imaginar tus ojos verdes observándome y
esperándome desde lo alto. Pero seguí avanzando. Seguí avanzando porque sabía
que te encontraría al final del túnel.
Aunque no fue así. Lo que
encontré al salir de aquel lugar fue algo que hubiera dejado sin aliento hasta
al más escéptico de los hombres.
Una bruma cubría el suelo bajo
mis pies. El cielo tenía un tono azul, pero tan oscuro que parecía negro, y en
vez de las estrellas normales y corrientes, había puntos luminosos clavados en
el firmamento de los cuales colgaban filamentos destellantes que terminaban en
pequeñas figuras como esferas o pirámides. Había, también, algunos con la forma
microscópica de los copos de nieve.
Paseé por entre esas maravillas,
rozando cada filamento con las yemas de los dedos. Estaban fríos como el hielo,
y cada vez que tocaba uno, emitía un lejano ruido metálico y destellaba con más
fuerza durante casi un segundo.
Y cada vez que paseaba la mirada
más allá de los filamentos, me encontraba con un bosque de destellos plateados,
interminable y silencioso, que me atraía hacia su interior sin remedio, como si
quisiera atraparme entre sus tentáculos y no dejarme escapar nunca más. Pero yo
sabía que debía continuar. Sabía que no podía perderme en aquel bosque de plata
que tan ferozmente me pedía quedarme en él.
Mi prioridad era encontrarte.
Encontrarte y mecerte entre mis brazos. Besar tus labios como había hecho en
mis sueños. Desearte la felicidad eterna. Desearte para mí. Que me deseases
para ti. Coger tus manos y estrecharlas entre las mías. Mirarte a los ojos y
perderme en ellos para siempre, sin preocuparme ya por despertar.
Y mi corazón rugió con fuerza
cuando encontré una estrella mucho más grande que las demás en el cielo. Y
corrí hacia ella con la sensación de que me esperabas allí. Y así fue: me
observabas con las manos unidas en tu regazo, con la sonrisa de siempre y los
ojos de siempre. Pero… no tenía manera de llegar. Ni un solo filamento colgaba
de la luna, por más que miré, y el astro reina estaba mucho más alejado del
suelo que las estrellas, y por mucho que alzara mi mano para poder rozarte, no
era capaz de sentir nada que no fuera el aire de alrededor de mis dedos.
Y lloré. Lloré sin poder
evitarlo, porque te tenía tan cerca que me parecía imposible concebir que el
camino se hubiera terminado. Y me dejé caer sobre mis rodillas en el suelo
brumoso, hundiendo mi rostro entre las manos, sollozando como si hubiera
perdido toda una vida.
Le regalé a mis mejillas una
lágrima por cada sueño en el que me había perdido en tus ojos. Desee con todo
mi ser que esas alas que antes no habían acudido a mí se presentaran en esa
ocasión. Recé para que al abrir los ojos me encontrase a tu lado por fin. Pero
nada de eso pasó.
Sin embargo, sentí como si algo
bailase en torno a mí. Como si miles de luces diesen vueltas a mi cuerpo,
esperando una orden que saliese de mis labios. Aguardando una respuesta a sus
preguntas. Y abrí los ojos y las vi: las estrellas del cielo habían bajado para
reunirse conmigo y se movían entrelazando los filamentos que colgaban de ellas,
en una danza de destellos cegadores y hermosos.
Estiré una mano para rozar los
filamentos y se me estremeció todo el brazo. Entonces, estiré el otro, y se me
estremeció el cuerpo completo cuando unos cuantos vinieron a acariciar mi piel.
Y sonreí aún con las lágrimas resbalando por mis mejillas y cayendo entre la
bruma. No sabía por qué, pero acababa de hallar una felicidad que no sabía ni
de dónde procedía. Solo sabía que estaba ahí, y que me daba fuerzas para pensar
que podría continuar hasta llegar a tu vera.
Moví con suavidad los brazos
hacia uno y otro lado. Movía, también, los dedos, con la misma lentitud, como
hechizado por la luz de esas estrellas. Y en mi cabeza se dibujó la figura de
una barca creada a partir de los pequeños filamentos. Y mis ojos vislumbraron
cómo estos filamentos se unían entre sí para formar lo que mi mente imaginaba,
al compás de los movimientos de mis manos, tranquilos, suaves, etéreos.
—Necesito un lugar en esa luna,
a su lado —les susurré, y ellos asintieron a su forma, sin dejar de
entrelazarse.
Cerré los ojos para dejarme
llevar por el roce, y cuando los abrí, apareció ante mí la barca que deseaba.
Me levanté y pasé las manos por los filamentos brillantes que la componían.
Eran suaves, y destellaban con cada roce, como hacían cuando colgaban desde las
estrellas en el cielo. Entre ellos, también se veían las figurillas de los
extremos, que hacían de agarraderas para que no se deshiciera.
Titubeé. Nunca, ni en mis más
profundos sueños había visto nada igual, y dudé en subirme a ella, como si
fuera un sueño dentro del sueño, como si se fuera a desvanecer una vez empezara
a navegar hasta la luna. Pero, entonces, la barca destelló, impaciente, y con
uno de los filamentos me atrajo hacia ella, haciéndome montar y tumbándome
hasta que mis ojos solo observaban el cielo con la luna. Y contigo.
Y dejé que la barca me acercara
poco a poco a ti. Y sentí la luz de la luna cada vez más cerca, y el destello
de los filamentos y las estrellas de las que colgaban en mis laterales y bajo
mi cuerpo. Y la leve mecida al surcar el cielo oscuro. Y el susurro de tus
palabras en mi mente. Y cuando llegué, me sentí el hombre más feliz del mundo,
tanto del real como del de hecho de sueños.
Los filamentos de la barca se
deshicieron y bajaron de nuevo a sus posiciones iniciales, pendiendo de las
estrellas. Y me quedé de pie sobre la superficie de la luna observándote sin
dar crédito a nada de lo que estaba sucediendo, con una extraña felicidad sobre
mis hombros. Tú también me mirabas, a unos diez metros de distancia, con el
rostro entre las sombras. Entonces, me fijé que tus mejillas destellaban como las
estrellas, y unos pasos torpes me fueron acercando hasta ti.
Extendí los brazos y te abracé
como si fueras un fantasma a punto de esconderse de la realidad. Y me
respondiste al abrazo con calidez. Y te hice alzar los ojos para mirarlos otra
vez, pues los echaba tanto de menos… pero seguían siendo verdes, tan verdes
como en todas las ocasiones. Y tus labios continuaban vivos, y llamaban a los
míos sin decir nada.
—Te echaba de menos —susurraste,
y me quedé sin pálpito en el corazón—. Pensé que no volverías nunca a tus
sueños.
—Yo pensé que nunca más volvería
a soñar contigo, Shun —te dije con un hilo de voz.
—Siempre he estado en tus sueños
—sonreíste—. Siempre he estado en lo más profundo de tu corazón —desviaste la
mirada hacia un lado, y me fijé que te habías sonrojado.
—He venido hasta lo más profundo
de mi corazón para encontrarte. Y ahora que lo he hecho, no pienso dejarte más.
—Quieres decir… ¿que te quedarás
conmigo aquí, dentro de tu sueño? —Asentí con firmeza, pero me devolviste una
mirada triste—. Pero Hyoga… yo soy tu sueño, no puedes… quedarte conmigo.
—Nada hay para mí en la realidad
—dije con aflicción—. Y no necesito nada más que a ti.
Tus emociones se manifestaron
dentro de mi mente, nítidas. Y aunque tus ojos lloraban y tus susurros no me
permitían quedarme, tus pensamientos me rogaban a gritos que no cesase ese
abrazo.
Y no lo hice. No lo hice porque
sabía que no queríamos perdernos otra vez. Porque si despertaba no volvería a
soñar nunca más con tus besos, ni con tus abrazos, ni con tus caricias…
Y nos quedamos así, fundidos en un
abrazo que nada ni nadie podría romper. Entrelazados en un solo corazón y con
una misma alma. Y cerré los ojos, otra vez, para sentirte lo más cerca de mí
posible, y al volver a abrirlos, descubrí, con alegría, y desconociendo su
significado, que todas las estrellas nos rodeaban emitiendo destellos con forma
de lágrima que descendían por los filamentos hasta llegar a la superficie de la
luna.
Y como si hubieran separado mi
mente de mi cuerpo, me fui alejando del abrazo, pero sin dejar de observarlo,
al mismo tiempo que contemplaba nuestros cuerpos emitiendo la misma luz que las
estrellas de nuestro alrededor, que nos envolvían. Y vi cómo cada uno de
nosotros transformaba su piel en diminutos filamentos que se unían entre sí
para formar el filamento completo, hasta que no quedaron más que dos hilos
luminosos que se entrelazaban el uno con el otro sin querer separarse. Y una
sola estrella adornaba sus cúspides. Y una sola figurita terminaba en ellos.
Y una vez no desperté nunca de un
sueño. Y una vez no desperté, y lo único que necesité para vivir fueron tus
ojos.