martes, 12 de mayo de 2015

Las hojas caen sobre la tierra

Las hojas caen sobre la tierra
como susurros en la noche.
Recuerdo que una vez te amé,
e igual te sigo amando.
Nunca supe de tus sentimientos
y ya nunca lo sabré.
Te fuiste con la llegada del invierno
y con la ida de las estrellas
en el cielo.
Yo quería tenerte a mi lado
pero el destino no lo quiso así.
Ahora se marchita mi corazón
al verte partir a otro lugar.
A un lugar alejado tanto de mí
a donde yo no puedo llegar.
Te fuiste sin decir adiós
sólo la lluvia te acompañó
junto a la nieve.
Tus ojos se apagaron
como se apaga el sol por las noches.
Quedó tu cuerpo bajo tierra
mientras tu alma voló hacia la luna.
Y así sea de cruel la vida
que jamás podré olvidarte.
Estarás a mi lado
aunque sin estar,
pues nunca me dejaste.
Al menos no me dejaste
dejar de pensar en ti.
Las hojas caen sobre la tierra
como susurros en la noche.
Recuerdo que una vez te amé,
y aún te sigo amando.
Miraré hacia el cielo cada noche
para acordarme un poco más de ti,
y sufrir los atardeceres
que ya no paso a tu lado.

sábado, 9 de mayo de 2015

Ojos que no ven, corazón que siente

Recuerdo aquel día de primavera en el que fuimos a pasear por el parque. Yo te iba describiendo hasta las hojas verdes que colgaban hermosas en las ramas de los árboles y tú asentías con una sonrisa complacida. Soplaba una brisa fresca que te mecía el cabello rubio y de vez en cuando abrías los ojos, azules como el cielo, para mirarme sin verme. Aunque yo sabía que podías contemplar mi corazón con la misma sencillez con la que yo contemplaba las flores en la hierba.
            Nos sentamos en un banco en frente de un pequeño estanque, con los rayos del sol bañándonos la piel. Me dejé llevar por la grata sensación, pero me hiciste salir de mi ensimismamiento cuando tomaste mi mano con torpeza y entrelazaste tus dedos con los míos. Te acercaste a mí y me besaste los labios después de palparlos con la otra mano, tanteando mi rostro hasta encontrarlos.
—Te quiero, Mu —susurraste—, pero no tienes por qué estar conmigo. Serías más feliz con cualquier otra persona.
—Shaka, no digas tonterías. Yo también te quiero a ti. Te amo. No podría estar con alguien que no fueras tú.
—Ni tan solo puedo verte.
—No me importa —exclamé rápidamente, aunque te lo había dicho otras tantísimas veces, y aún hoy sigo repitiendo lo mismo—. Te quiero tal y como eres. Te quiero por quien eres —mis mejillas se sonrosaron y bajé la mirada al suelo.
            Abriste los ojos y me volviste a besar con más intensidad. Adoraba tus besos. Adoro tus besos. Y adoro tus ojos azules como no adoro el resto de las cosas en el mundo.

Y aquel día en que fuimos al autocine, acompañados de nuestros amigos de clase, a ver una tonta película de acción. Ellos se reían y observaban sentados sobre el capó. Nosotros nos quedamos detrás, sentados encima de los asientos del descapotable, y yo te iba contando una a una las escenas que aparecían en la pantalla. Estabas abrazado a mí y me susurrabas palabras de gratitud al oído por todo lo que estaba haciendo por ti, y yo te decía que no tenías porqué dármelas, que lo hacía con todo el amor del que disponía, y que lo seguiría haciendo por el resto de mis días.

Y ese otro día en el que nos dio por preparar una tarta de cumpleaños para Aldebarán. Acababan de terminar las clases en la Universidad y por fin llegaba el nuevo verano, que parecía iba a ser bastante más caluroso que el anterior. Pero eso no era lo realmente importante.
            Me habías obligado a mirar en cientos de páginas de Internet para buscar recetas de tartas de chocolate, y cando te decía una que sonaba muy bien y fácil de preparar, negabas con la cabeza tras unos segundos meditándolo y me decías que buscase otra. Y al final del todo te acabaste decidiendo por la primera que habíamos encontrado.
            Nos pusimos a preparar la tarta y todo parecía ir perfecto hasta que te empeñaste en ayudarme. Estabas completamente serio y concentrado en lo que hacías, pero yo te veía y estabas haciendo un completo desastre. Cuando acabaste, porque me habías echado de la cocina, molesto, me llamaste de nuevo y me enseñaste lo que habías hecho. Sentí enormemente en el alma no haber podido contener la risa y pensé que te ibas a enfadar.
—¿Qué pasa? ¿No tiene buena pinta? —Preguntaste.
            Te acercaste a mí con la cuchara de madera en las manos y comenzaste a alzarla mientras yo dejaba de reírme. Entonces, salí corriendo hasta el salón y cerré la puerta echándome en el sofá y ocultándome con un pequeño cojín. Por supuesto, abriste la puerta y te abalanzaste sobre mí como si me vieras tan nítidamente como yo había visto el estropicio de tarta. Me diste algún que otro coscorrón al tiempo que me revolvía debajo de ti y, como de costumbre, terminamos besándonos sobre el sofá con tanta pasión que parecía que se nos iba a salir el corazón del pecho.

También recuerdo los días en los que éramos pequeños e íbamos aún a la escuela. Muchos compañeros eran muy crueles contigo y se aprovechaban de que no podías verles para robarte los lápices o escribirte insultos en el pupitre. Yo intentaba mantenerlos a raya y les decía que te dejasen en paz, pero era imposible. Descubrí, entonces, lo crueles que podían ser los niños y el enorme corazón que guardabas bajo tu piel, pues casi nunca te enfadabas con ellos a pesar de que yo te contase todo lo que hacían.
Quería que supieras la verdad y que no se rieran a costa de tu ignorancia frente a los hechos.

Y el día más feliz de mi vida fue cuando me pediste estar contigo. Tu actitud fría ante todo me había dejado tantas dudas en el alma que no me lo esperaba, pero aún así yo había continuado ayudándote en todo lo que podía. Recuerdo que muchas veces te enfadabas por ayudarte demasiado, diciendo que aunque no pudieras ver podías valerte por ti solo. Y la verdad es que tenías razón. Muchas veces trataba de hacer yo todo tu trabajo, lo requirieses o no. Hoy en día también te sigues enfadando por ello, aunque estoy convencido de que eso ya es por seguir la tradición o, quizás, por conseguir más arreglos de discusiones en el sofá o bajo las sábanas de la cama.

—Gracias por estar conmigo a pesar de no poder apreciar tu belleza —me dices mientras sostienes mi mano entre las tuyas, acurrucado junto a mí en el sofá.
—Gracias a ti por estar conmigo conociendo solo mi corazón.
—No me es necesario nada más que tu corazón para ser feliz. Aunque mis ojos apagados y tristes no puedan verte, soy consciente de que te quiero.
—Tus ojos azules son los más bonitos que he visto en mi vida, Shaka, y jamás me cansaré de contemplarlos.

miércoles, 6 de mayo de 2015

Vasto océano de indiferencia

Flota por el Universo y cae en la orilla del umbral. Las olas de las estrellas no le dejan ver más allá de sus pasos, pero intuye con el resto de sus sentidos la música de lo eterno. Y pasea bajo nebulosas y bajo arcos de color que se mecen con la suave brisa se un atardecer espacial.
                Ni se siente vacío ni se siente diminuto ante toda aquella devastadora fuerza de lo inmortal, mas sabe que su vida dura muy poco comparado con la de todas aquellas cosas que se encuentra alrededor. Pero no le importa lo más mínimo ahora que su piel percibe el sentir de lo etéreo y de lo desconocido al tiempo que los rayos de los cuerpos celestes penetran en su corazón y tiran de su alma para llevárselo consigo.
                Está solo en un mar de verdades aún desconocidas, pero le basta el simple hecho de saber que existen. Disfruta con cada paso que le lleva hacia adelante, o quizás en diagonal, o quizás hacia abajo, o quizás a ninguna parte. Nada tiene importancia cuando se deja llevar. Él mira, él contempla, él exhala grandes bocanadas de nada aguantando sus exclamaciones de sorpresa y cierra los ojos cuando todo a su alrededor se vuelve infinitamente perfecto, pues siente que su cuerpo no está capacitado para apreciar tanta belleza. Y aún así, los vuelve a abrir como si pretendiese hacerse dueño de la eternidad.
                Las galaxias que giran a gran velocidad parecen diminutas a medida que se aleja de ellas, pero poco a poco se abre más Universo ante sus ojos, y miles de galaxias que parecían tan lejanas ahora son enormes y musicales cúmulos de luces parpadeantes, tan cegadoras como imposibles de dejar de mirar. Pero el camino continúa y él no puede parar.
                No puede parar sus pasos intranquilos que le llevan hasta lugares que nadie más soñó jamás con ver, y se ve envuelto en nubes de polvo tan inmensas y coloridas como los arcoíris del campo por el que antaño solía pasear.
                Palidece con cada estrella y junta las manos para rezar al dios de lo eterno para que no le saque nunca de allí. Ve cada planeta y observa, de vez en cuando, civilizaciones perdidas anhelantes por descubrir que no están solas en aquel mar de oscuridad. Y hacía mucho tiempo que no admiraba el cielo azul de la mañana y las pequeñas estrellas tan alejadas sobre sus ojos en una noche de primavera. Y ahora que estaba frente a ellas, cara a cara, como siempre había soñado, un fuerte sentimiento de añoranza le reprime el corazón y siente melancolía por aquellos días en los que veía las estrellas desde la hierba de su jardín y empleaba su telescopio para ver más de cerca los cráteres de la luna.
               Todo aquello le quedaba grande. Él no era más que un ser diminuto e irrelevante ante una maravilla sin umbral. Un pasajero del espacio y del tiempo que no sabía cómo encontrar el camino de regreso hacia su hogar. Si cerraba los ojos, veía negro. Si los habría, veía colores sobre un fondo más negro si cabía. ¿Cómo no iba a sentirse afligido? Todo era descomunal, un vasto océano de indiferencia, sin fin, más grande de lo que la imaginación llegaba a alcanzar. Y él estaba solo, perdido en él. Y ni siquiera le importaba.