Recuerdo
aquel día de primavera en el que fuimos a pasear por el parque. Yo te iba
describiendo hasta las hojas verdes que colgaban hermosas en las ramas de los
árboles y tú asentías con una sonrisa complacida. Soplaba una brisa fresca que
te mecía el cabello rubio y de vez en cuando abrías los ojos, azules como el
cielo, para mirarme sin verme. Aunque yo sabía que podías contemplar mi corazón
con la misma sencillez con la que yo contemplaba las flores en la hierba.
Nos sentamos en un banco en frente
de un pequeño estanque, con los rayos del sol bañándonos la piel. Me dejé
llevar por la grata sensación, pero me hiciste salir de mi ensimismamiento
cuando tomaste mi mano con torpeza y entrelazaste tus dedos con los míos. Te
acercaste a mí y me besaste los labios después de palparlos con la otra mano,
tanteando mi rostro hasta encontrarlos.
—Te
quiero, Mu —susurraste—, pero no tienes por qué estar conmigo. Serías más feliz
con cualquier otra persona.
—Shaka,
no digas tonterías. Yo también te quiero a ti. Te amo. No podría estar con
alguien que no fueras tú.
—Ni
tan solo puedo verte.
—No
me importa —exclamé rápidamente, aunque te lo había dicho otras tantísimas
veces, y aún hoy sigo repitiendo lo mismo—. Te quiero tal y como eres. Te
quiero por quien eres —mis mejillas se sonrosaron y bajé la mirada al suelo.
Abriste los ojos y me volviste a
besar con más intensidad. Adoraba tus besos. Adoro tus besos. Y adoro tus ojos
azules como no adoro el resto de las cosas en el mundo.
Y
aquel día en que fuimos al autocine, acompañados de nuestros amigos de clase, a
ver una tonta película de acción. Ellos se reían y observaban sentados sobre el
capó. Nosotros nos quedamos detrás, sentados encima de los asientos del
descapotable, y yo te iba contando una a una las escenas que aparecían en la
pantalla. Estabas abrazado a mí y me susurrabas palabras de gratitud al oído
por todo lo que estaba haciendo por ti, y yo te decía que no tenías porqué
dármelas, que lo hacía con todo el amor del que disponía, y que lo seguiría
haciendo por el resto de mis días.
Y
ese otro día en el que nos dio por preparar una tarta de cumpleaños para Aldebarán.
Acababan de terminar las clases en la Universidad y por fin llegaba el nuevo
verano, que parecía iba a ser bastante más caluroso que el anterior. Pero eso
no era lo realmente importante.
Me habías obligado a mirar en
cientos de páginas de Internet para buscar recetas de tartas de chocolate, y
cando te decía una que sonaba muy bien y fácil de preparar, negabas con la
cabeza tras unos segundos meditándolo y me decías que buscase otra. Y al final
del todo te acabaste decidiendo por la primera que habíamos encontrado.
Nos pusimos a preparar la tarta y
todo parecía ir perfecto hasta que te empeñaste en ayudarme. Estabas
completamente serio y concentrado en lo que hacías, pero yo te veía y estabas
haciendo un completo desastre. Cuando acabaste, porque me habías echado de la
cocina, molesto, me llamaste de nuevo y me enseñaste lo que habías hecho. Sentí
enormemente en el alma no haber podido contener la risa y pensé que te ibas a
enfadar.
—¿Qué
pasa? ¿No tiene buena pinta? —Preguntaste.
Te acercaste a mí con la cuchara de
madera en las manos y comenzaste a alzarla mientras yo dejaba de reírme.
Entonces, salí corriendo hasta el salón y cerré la puerta echándome en el sofá
y ocultándome con un pequeño cojín. Por supuesto, abriste la puerta y te
abalanzaste sobre mí como si me vieras tan nítidamente como yo había visto el
estropicio de tarta. Me diste algún que otro coscorrón al tiempo que me revolvía
debajo de ti y, como de costumbre, terminamos besándonos sobre el sofá con
tanta pasión que parecía que se nos iba a salir el corazón del pecho.
También
recuerdo los días en los que éramos pequeños e íbamos aún a la escuela. Muchos
compañeros eran muy crueles contigo y se aprovechaban de que no podías verles
para robarte los lápices o escribirte insultos en el pupitre. Yo intentaba
mantenerlos a raya y les decía que te dejasen en paz, pero era imposible.
Descubrí, entonces, lo crueles que podían ser los niños y el enorme corazón que
guardabas bajo tu piel, pues casi nunca te enfadabas con ellos a pesar de que
yo te contase todo lo que hacían.
Quería que supieras la verdad y
que no se rieran a costa de tu ignorancia frente a los hechos.
Y
el día más feliz de mi vida fue cuando me pediste estar contigo. Tu actitud
fría ante todo me había dejado tantas dudas en el alma que no me lo esperaba,
pero aún así yo había continuado ayudándote en todo lo que podía. Recuerdo que
muchas veces te enfadabas por ayudarte demasiado, diciendo que aunque no
pudieras ver podías valerte por ti solo. Y la verdad es que tenías razón.
Muchas veces trataba de hacer yo todo tu trabajo, lo requirieses o no. Hoy en día
también te sigues enfadando por ello, aunque estoy convencido de que eso ya es
por seguir la tradición o, quizás, por conseguir más arreglos de discusiones en
el sofá o bajo las sábanas de la cama.
—Gracias
por estar conmigo a pesar de no poder apreciar tu belleza —me dices mientras
sostienes mi mano entre las tuyas, acurrucado junto a mí en el sofá.
—Gracias
a ti por estar conmigo conociendo solo mi corazón.
—No
me es necesario nada más que tu corazón para ser feliz. Aunque mis ojos apagados
y tristes no puedan verte, soy consciente de que te quiero.
—Tus
ojos azules son los más bonitos que he visto en mi vida, Shaka, y jamás me
cansaré de contemplarlos.