Descubrió a lo lejos, sobre la montaña nevada, una tenue luz que se
confundía con los destellos del hielo reflejando los haces del sol.
Dio unos pequeños pasos
hacia ella, pero era muy empinada y estaba demasiado lejos. Además, cuanto más
se acercaba, más se alejaba la montaña de él. Empezó entonces a correr para no
perderla, pero tenía la sensación de que no estaba avanzando nada. Se resignó,
por fin, y se dejó caer sobre la tierra cubierta de nieve, despertando del
pesado sueño que le había consumido esa noche.
Se levantó de la cama
aturdido, con el cabello revuelto y el corazón agitado. Se desperezó y se sentó
sobre el borde tratando de recuperar el aliento. Poco después salió de la
habitación para ir a darse una ducha y quitarse el frío del invierno y del
sueño. Salió al pasillo y se chocó con Seiya que también iba al baño
bostezando.
—¡Ay! Perdóname Shun, acabo de despertar y estoy muerto de sueño —se
disculpó.
—No te preocupes, yo también —le sonrió, quitándole importancia—. ¿Vas
al baño?Yo iba a darme una ducha.
—Sí, a eso iba —hizo una mueca.
—Entonces iré al otro a ver si está libre.
Dio la vuelta hacia el
otro lado del pasillo y llamó a la puerta del baño que estaba cerrada. Le
contestó la voz de Hyoga desde el interior diciéndole que enseguida acababa.
Unos minutos después abrió la puerta y salió con la ropa de calle ya puesta y
una toalla cubriéndole el pelo. Shun se alegró de verle, pero Hyoga no parecía
tener muy buen aspecto: se le notaban los ojos cansados y los hombros abatidos.
—¿Has dormido mal? —Le preguntó preocupado.
—No —contestó, y se fue por el pasillo bajando las escaleras hacia la
cocina.
Shun lo miró alejarse
extrañado. Hyoga siempre solía darle los buenos días como mínimo todas las
mañanas. Aún así, no le dio mayor importancia y entró para ducharse.
Bajó un rato después
mientras se frotaba el pelo con la toalla y vio que ya estaban todos abajo
junto con Saori esperando por él para desayunar.
—Perdón, me alargué demasiado la ducha.
—No pasa nada —dijo Shiryu—. De hecho nos acabamos de sentar.
—¡Sí que pasa! —Exclamó Seiya—. ¡Me muero de hambre!
Terminaron de desayunar
y cada uno se fue por su lado. Shun se puso el la ropa de deporte para salir a
correr por el jardín de la mansión mientras Seiya y Shiryu jugaban en el salón
con la consola. Sus gritos se escuchaban casi desde fuera del edificio. Cuando
cansó de correr, se encontró con Hyoga, quien estaba sentado en los escalones
de la entrada con la mirada perdida en el cielo. Se sentó a su lado, pero este
pareció no inmutarse.
Shun se acercó más a él
y le posó la mano en el brazo para preguntarle qué tal estaba y captar su
atención, pero la retiró inmediatamente sintiendo que un frío glacial cubría la
piel del rubio, como si el frío del invierno se le hubiera calado hasta los
huesos. Le miró preocupado, pero Hyoga no dio muestras de haberse percatado de
ello.
—Hyoga... ¿cómo es que estás tan frío? —Le preguntó.
—¿Lo estoy? —se tocó el cuello con la mano izquierda y se encogió de
hombros—. Yo no noto nada.
—Pero lo estás —insistió—. Sé que siempre estás muy frío, pero no tanto
como hoy —el rubio no le contestó—. Igual deberías hablar con Atena —al ver que
Hyoga no le prestaba atención, le dejó solo no sin mirarle varias veces antes
de entrar en la mansión de nuevo.
Subió las escaleras y
pensó en darse una ducha, maldiciéndose a sí mismo por habérsela dado por la
mañana sabiendo que luego iba a salir a correr.
—Hoy no tengo el día lúcido —se dijo mientras suspiraba con reproche.
Cayó temprano la noche y con ella llegaron miles de estrellas al cielo.
Shun pensó en salir al balcón para contemplarlas durante un largo rato, pero
nada más abrir la puerta el frío le hizo temblar y la cerró con rapidez,
echándose bruscamente sobre la cama y tapándose hasta la cabeza.
Sacó un libro de uno de
los cajones de su mesita y se puso a leer para pasar el tiempo y no dormirse
tan pronto, pero el sueño le fue abordando sin que se diera cuenta.
Abrió los ojos y se
descubrió a sí mismo en un claro cubierto de nieve que rodeaba todo hasta donde
alcanzaba la vista a excepción de un cumbre montañosa en mitad de la nada en
frente de sus ojos. No había árboles por ninguna parte, ni hierba ni aves
cantando ninguna canción. Estaba todo desierto y blanco, y sobre el pico de la
montaña brillaba una tenue luz como el reflejo del sol en el hielo.
—Otra vez este sueño —murmuró, y sintió cómo se le congelaban los labios
al hablar.
Caminó con el corazón
latiéndole fuertemente y se vio a sí mismo caminando en círculos por el suelo.
Cada paso que daba le hacía girar hacia la derecha y no le dejaba avanzar.
Cuando por fin se dio por vencido, se echó sobre la nieve y cerró los ojos
aguardando al día siguiente.
Fueron pasando los días y todas las noches sufría el mismo sueño. Ese día
amaneció con una lluvia espesa y persistente que golpeaba sin descanso los
cristales de todas las ventanas de la mansión.
Shun se levantó con los
ojos llorosos y tiritando por el sueño del que se acababa de despertar. Se
acurrucó bajo las sábanas para apaciguar el frío, pero entonces tuvo miedo de
volver a dormirse y tener de nuevo esa pesadilla donde sus pasos le llevaban
siempre al mismo lugar, y salió de la cama dando un fuerte estirón.
El pasillo estaba vacío
y no se escuchaba ni el mínimo sonido, lo cual le extrañó mucho y se pregunto
si se habrían ido a alguna parte, pero entonces la puerta de la habitación de
Hyoga se abrió y salió Shiryu de ella con expresión sombría. Se acercó a Shun
con la mirada baja y le pidió que entrase él también en la habitación.
Cerraron la puerta tras
de ellos y Shun vio que estaban todos allí reunidos, incluído Hyoga, quien se
encontraba tumbado boca arriba sobre la cama, con los ojos cerrados y la piel
tan pálida como el hielo. Desvió la mirada asustada hacia su pecho y descubrió
que el frío le apresaba el corazón con un prisma de hielo que se extendía por
todo su cuerpo como ramas congeladas y emitía leves destellos de luz azul y
blanquecina.
—¿Qué... qué ha pasado? —Preguntó con terror.
—Seiya le encontró en este estado hace unas horas... —dijo Saori, quien
estaba sentada sobre el borde de la cama mientras acariciaba con dulzura la
frente de Hyoga—. He intentado sofocar el frío con mi poder, pero ni siquiera
he podido derretir un poco del hielo que le ciñe —añadió con culpabilidad.
—Ayer apenas salió de la habitación, solo para comer —dijo Shiryu.
—Y hoy me levanté preocupado por él y vine a su habitación para
preguntarle qué le pasaba... y así me lo encontré.
—¿Y qué haremos? —Preguntó con nerviosismo.
—No os preocupéis, caballeros —dijo Saori—. Yo me quedaré a su lado
velando por él. Intentaré derretir todo el hielo con mi poder. No os preocupéis
—insistió con una sonrisa—. Haré todo lo que esté en mis manos.
Por el resto del día
intentaron hacer como si no hubiera pasado, pero el ambiente de preocupación se
sentía aún con los ojos cerrados. Shun estaba tan pensativo que Seiya creyó que
le iba a estallar la cabeza, y muchas veces intentó abrazarle para que se
calmase, pero Shun siempre le devolvía una sonrisa cargada de tristeza.
La noche llegó como todas las demás. La lluvia seguía repiqueteando
contra los cristales con la misma intensidad que el resto del día. Shun se fue
a su habitación temprano, pero no se atrevió a dormir todavía. Se tumbó sobre
la cama con la mirada perdida en el techo y las manos sobre la cabeza.
Entonces, se levantó y salió de su habitación para entrar en la de Hyoga. Saori
todavía se encontraba allí velando por la seguridad del rubio.
—Shun —dijo—. Aún no ha despertado —clavó la mirada en el hielo que
cubría el corazón de Hyoga.
—Te noto cansada —se sentó a su lado y le acarició el cabello,
apartándoselo del rostro—. ¿Por qué no vas a descansar? Yo me quedaré con él
para cuidarle —le sonrió.
—No sé qué hacer, Shun. He probado tantas cosas ya... no sé qué le pasa,
no sé por qué está así. No entiendo qué podría hacer para salvarle...
—No te preocupes. Ve a descansar, Atena, yo lo intentaré —volvió a
sonreírle con más intensidad y Saori le devolvió una sonrisa cansada.
—Está bien. No te agotes demasiado. Mañana volveré a intentarlo —se
levantó tambaleante del borde de la cama y Shun la ayudó a sujetarse para que
no se cayera.
Cuando Saori salió de
la habitación, Shun dirigió su atención hacia Hyoga y ocupó el sitio donde esta
se había sentado. Pasó la mano por la mejilla de Hyoga y la retiró rápidamente
por el frío que emanaba de su piel. Haciendo acopio de valor, llevó la mano
hacia el corazón de Hyoga y la posó suavemente sobre él, sintiendo cómo el frío
se apoderaba también de su cuerpo. Aún así, esta vez no se apartó. Poco a poco,
un sueño profundo le fue invadiendo y luchó contra él para poder mantenerse
despierto toda la noche, pero a medida que pasaban los minutos este se iba
haciendo cada vez mayor.
Por unos momentos pensó
que el hielo que cubría el pecho de Hyoga comenzaba a aumentar de temperatura,
por poco que fuera. Entonces, y tras meditarlo, Shun se echó sobre la cama al
lado de su amigo y le abrazó todo el cuerpo, apoyando la cabeza sobre el pecho
del rubio y cerrando los ojos para una mayor concentración. Su respiración se
fue relajando hasta que su mente se sumió en un profundo y frío sueño.
Cuando abrió los ojos, descubrío delante una enorme tierra cubierta
enteramente de nieve con una montaña a los lejos desde cuya cima se emitía una
tenue lucecilla azulada con destellos como el sol reflejado en el hielo.
Su corazón se encogió
al contemplar, como todas las noches, aquel lugar, y se preguntó de nuevo qué
significaba todo aquello y por qué nunca podía moverse hacia la montaña.
Se armó de valor como
había acostumbrado a hacer, aunque con las esperanzas congeladas, e intentó dar
un paso, pero este no le dejó avanzar, sino que le obligó a retroceder como si
caminase de espaldas. Aún así, el paso que había dado se dirigía hacia la montaña.
Volvió a dar otro paso,
insistente, pero por cada paso que daba hacia adelante, sentía como si diera
dos hacia atrás.
Estuvo intentando
acercarse a la luz durante un largo rato, pero al ver que lo único que
conseguía era separarse de ella, se echó sobre el suelo, abatido, y cerró los
ojos queriendo despertar de aquella pesadilla. Entonces, se acordó de Hyoga y
de cómo se había acostado a su lado para salvarle, y algo en su interior le
dijo que no debía despertar hasta que lograra alcanzar la cima de la montaña y
descubrir qué era lo que emitía esa luz tan hermosa y fría.
Se levantó y se sacudió
la nieve de su ropa. Pensó durante unos instantes y, decidido, se dio media
vuelta y comenzó a caminar en dirección contraria a la montaña, pero sus pasos
le llevaban directamente hacia ella, y cada paso que daba para alejarse de la
cumbre, equivalía a cientos de pasos que le acercaban con velocidad.
Después de varios
minutos caminando de espaldas, sintió la fría ladera de la montaña contra su
espalda y fue entonces cuando se atrevió a darse la vuelta sin temor a regresar
al punto de partida o de verla desaparecer ante sus ojos.
Era mucho más alta de
lo que había imaginado, y apenas le alcanzaba la mirada para vislumbrar la
cumbre de le montaña congelada. Por ello, sus esperanzas se redujeron otra vez
y se apoyó contra la pared de hielo, derrotado, tratando de encontrar la manera
de escalar hasta el final.
Suspiró varias veces y
colocó las dos manos sobre le roca intentando aguantar el frío que emanaba de
la nieve que la cubría. Cerró los ojos, agotado, y cuando los abrió de nuevo,
descubrió ante él una gran escalera de hielo que subía por la montaña hasta
perderse en la cumbre. Quedó asombrado y paralizado, al tiempo que su corazón
volvía a latir con fuerza. Casi por inercia, apoyó el pie derecho sobre el
primer peldaño, pero este resbaló y perdió el equilibrio, cayéndose al suelo.
Intentó numerables
veces comenzar a subir por la escalinata, y cuando por fin había avanzado más
de diez escalones tras haber resbalado más de veinte veces, una sonrisa asomó a
su boca y se dio fuerzas a sí mismo para continuar. Pero tenía la sensación de
que cuanto más ascendía, más resbaladizo se volvía el hielo de los escalones.
Así, tuvo que emplear toda su concentración y toda su fuerza en continuar
escalando por ellos.
Mucho tiempo después, y
con la respiración agitada y el corazón a mil revoluciones, encontró un
saliente al lado izquierdo de la montaña donde se echó a descansar. Clavó la
mirada en el cielo azul y comprobó que aún le quedaba más de la mitad de la
montaña para conseguir llegar al final. Se tumbó sobre un costado y suspiró con
fuerza, cerrando los ojos y dejándose llevar por el despertar. Porque no había
nada que desease más en ese momento que despertar bajo las sábanas de su cama y
seguir leyendo el libro que guardaba en el interior del cajón.
—Pero no estoy en mi habitación —murmuró—. Estoy en la habitación de
Hyoga —suspiró—, tumbado a su lado... para salvarle...
Notó una molestia en la
espalda, a la altura de los omoplatos, que le hizo ponerse de pie. Se dejó
llevar por la sensación y cuando abrió los ojos se contempló a sí mismo volando
sobre el abismo con unas alas grandes y blancanquísimas moviéndose
acompasadamente en su espalda.
Gritó. Pero no era un
grito de terror, de confusión o de vértigo. Era un grito de alegría, como una
risa resonante que rebotó contra todos los lugares de su sueño y le devolvió el
eco apasionado de su voz.
Las alas del ángel le
hicieron llegar hasta la cima y le posaron suavemente sobre el hielo. Entonces,
comenzó a nevar con dulzura y sus alas se fueron borrando de su cuerpo como
polvo llevado por el viento. Las vió partir al tiempo que se daba la vuelta y
clavaba la mirada en el pórtico congelado que había delante de él, del cual se
desprendían destellos de una luz que se asemejaba a los rayos del sol sobre un
pedazo de hielo.
Dio el primer paso
hacia él temeroso de que no pudiese alcanzarlo, y comenzó a correr hacia la
entrada de la cueva como si le fuera la vida en ello.
—La mía no, pero sí la de Hyoga —murmuró.
Entró en la cueva
sintiendo que las piernas le pesaban y dolían demasiado. Se llevó las manos a
las rodillas y las apartó con dolor. Se miró las palmas y vio que se había
clavado varios cristales de hielo en ellas, y mirándose las piernas descubrió,
con horror, que estas estaban llenas de esos pequeños cristales atravesándole
la piel, los cuales ya empezaban a derretirse.
Aún en ese estado, no
dudó y siguió avanzando siguiendo la estela de la luz azulada, la cual se hacía
cada vez más intensa. De súbito, se encontró en el interior de una caverna
cuyas paredes de roca emitían destellos de luz semejantes las estrellas en el
cielo nocturno, y no pudo evitar admirar toda aquella belleza durante unos eternos
instantes. Entonces, estas estrellas se fueron juntando por encima de su cabeza
y formaron entre ellas una especie de flecha que se movió por el techo de la
caverna guiándole hacia una estrecha grieta que había al fondo por donde salía
la luz azulada que llevaba tanto tiempo persiguiendo.
Entró en la gruta y
llegó a una caverna mucho más pequeña que la anterior, de apenas unos metros de
ancho y alguno más de largo. Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando fijó su
mirada en la pared del fondo y descubrió allí a Hyoga, atrapado por sendas
ramificaciones de hielo que salían de su pecho constantemente e iban cubriendo
toda la pequeña caverna. Su corazón emitía los destellos azulados que en ese
momento se le asemejaron a grandes gritos de ayuda que el rubio no lograba
pronunciar con sus labios.
—Hyoga —murmuró con la voz quebradiza y las lágrimas resbalándole por
las mejillas—. ¿Qué te ha pasado, Hyoga? —Le preguntó, aunque sabía que nadie
le iba a contestar.
Se acercó a él
titubeante y notó el río calándosele hasta los huesos, pero eso no le frenó.
Alzó una mano para acariciar la fría mejilla de Hyoga y pensó que se iba a
quedar sin lágrimas en los ojos para seguir llorando. Se abalanzó sobre él,
desesperado, y le abrazó con todas las fuerzas de las que disponía, ignorando
el dolor de sus piernas y todo el cansancio que le consumía y le torturaba.
—Hyoga, despierta, por favor —le pidió, pero éste no podía escucharle—.
Por favor. Te necesitamos. No nos dejes, por favor —le sinsitió.
Cerró los ojos con
fuerza e intentó contener las lágrimas, pero estas resbalaban por su rostro y
por el hielo que cubría a Hyoga hasta terminar cayendo en el suelo. Sintió entonces, tras los
párpados, que una luz mucho más intensa que la que emanaba del corazón de Hyoga
les rodeaba en el interior de la pequeña caverna, y abriendo los ojos observó
con pánico que alrededor de ellos acababa de brotar un fuego de color rojo y
azul que crepitaba como una pared derrumbándose.
Se abrazó con mucha más
fuerza al cuerpo inerte de Hyoga y apretó los dientes con miedo. Apoyó la
mejilla iquierda sobre el pecho de Hyoga y rezó con todas sus fuerzas para que
el fuego no les quemase.
—Hyoga, te salvaré. No sé cómo, pero te salvaré —le prometió con rabia
en sus palabras.
De pronto, el hielo que
cubría el corazón de Hyoga emitió un destello cegador por toda la cueva que se
esparció por todo el sueño de Shun, y entonces comenzó a derretirse llevándose
consigo el resto del hielo que apresaba el cuerpo de su amigo contra la pared.
Hyoga estuvo a punto de
caerse al suelo, pero Shun consiguió sostenerlo a tiempo. El fuego, tras
haberlo descongelado, se fue deshaciendo en el aire de la caverna y Shun pudo
sentarse sobre la roca, abrazando a Hyoga entre sus brazos y hundiendo el
rostro entre sus cabellos rubios y húmedos.
—Hyoga... dime algo, Hyoga... —murmuró al tiempo que un bostezo le
acudía a la boca.
Miró a Hyoga a los ojos
y sintió que el despertar le consumía y le quedaba poco tiempo para regresar a
la realidad. Sus ojos se llenaron de nuevo de lágrimas y sosteniendo el cuerpo
de su amigo lo le dio la vuelta con suavidad y se acercó a él despacio y con el
corazón latiéndole con la velocidad del viento.
Los labios de ambos se
tocaron dulcemente, y Shun notó el hielo de los de hyoga deshaciéndose con el
calor de los suyos propios. Entonces, el menor cerró los ojos y le invadió por
completo la necesidad de despertar.
Abrió los ojos con estrépito y se incorporó exaltado sobre la cama. Miró
alrededor y comprobó que se encontraba en la habitación de Hyoga, y fue
recordando poco a poco todo el sueño que acababa de vivir.
Miró hacia el rubio con
todo el temor del mundo reflejado en los ojos y entre la oscuridad de la noche
vislumbró la pequeña luz que emanaba del corazón de Hyoga, pero esta se hacía
cada vez más pequeña, y el hielo que le había apresado el corazón ya casi se
había derretido por completo, y ya ninguna ramita de hielo le cubría el cuerpo.
Clavó la mirada en él
con el corazón a punto de salírsele del pecho y el alivio y la felicidad lo
consumió cuando vio cómo el pecho de Hyoga volvía a moverse con normalidad.
Alargó una mano para acariciarle la mejilla y no notó en ella el frío del
invierno de todo el universo, sino que volvía a ser el tenue frío
característico de su amigo.
Se echó a su lado y le
abrazó temiendo que volviese a congelarse, pero entonces notó que Hyoga
estiraba un brazo y le correspondía al contacto tratando de decirle algo. Shun
se separó un poco de él y le miró con una sonrisa de oreja a oreja mientras los
ojos azules de su amigo comenzaban a abrirse después de una larga pesadilla.
—¿Shun? —Murmuró, y el menor asintió con energía.
—Sí, Hyoga, soy yo —le dijo, sonriente—. Vuelves a estar en casa.
—¿Por qué... por qué hace tanto frío? —Le preguntó, intentando
incorporarse sobre la cama, pero Shun no le dejó.
En su lugar, buscó las
mantas al fondo de la cama y las echó sobre ellos. Una vez bien tapados, volvió
a abrazar a Hyoga para que no se volviera a escapar de la habitación a un lugar
al que apenas había conseguido alcanzarle.
—No te vuelvas a ir de mi lado, ¿vale?
—Ni aunque me pagaran —contestó Hyoga.
—Si lo haces, no volveré a ir a buscarte aunque me lo pidas de rodillas
—le juró.
—Lo tendré en cuenta —le dijo Hyoga riéndose, y atrayendo el rostro de
Shun hacia él, le depositó un suave beso en los labios y le devolvió el abrazo
intentando calmar el frío que le había consumido el corazón durante tanto
tiempo.