Fue entonces que creció con la
marea.
Unas
briznas de hierba acariciaron su piel y cerró los ojos, dejando volar su
imaginación. Agrandando el corazón con cada brisa. Describiendo círculos en el
suelo, con las manos dejadas.
Era
un mundo nuevo. Verde, caluroso y frío, con primaveras y otoños, donde nada más
importaba porque nadie había. O nadie quedaba.
Pensó
que quizá sería una utopía. Un lugar sin personas arrasadoras. Quedaban árboles
y bajo ellos no había cenizas. Los mares y océanos eran azules y verdosos, y
muchas de las orillas, cristalinas.
Los
cielos despejados, las nubes blancas. Las rocas apiñadas naturalmente, sin
esquinas, sin pisos, sin escaleras artificiales. Los ríos corriendo entre los
árboles y las criaturas acercándose a sus aguas para disfrutar del agua que
dejaba arrastrar los sedimentos de las montañas.
Pero
abrió los ojos, acunada por un viento frío. Y las briznas de hierba eran grises
y los cielos estaban cubiertos de neblina.
Quiso
llorar, pero ya no le quedaban lágrimas con las que regar la tierra. Ni los
troncos de los árboles cortados lloraban su savia, mucho tiempo atrás secada
por el aire.
Se
levantó, pero no quería caminar. Lo único que deseaba es tener el poder en sus
manos para convertir su sueño en realidad. O quizá, tal vez, para seguir
soñando.
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