Pasaban los días y yo cada vez
estaba más emocionado. Después de tanto
tiempo manteniéndolo en secreto, por fin me había decidido a confesarte que
cada noche suspiraba por ti. Que cada noche soñaba contigo y con tenerte a mi
lado. Sin embargo, cada día que pasaba estaba más nervioso. Quería decírtelo
con todas mis fuerzas. Quería hacerte ver todo lo que te quería y te sigo
queriendo, pero cada discurso que me preparaba me parecía estúpidamente tonto.
Luego pensé, si el tonto soy yo, qué más dará.
No
era tan simple.
Aún
así, con todos los nervios a flor de piel, sabía que ese día tenía que llegar.
Y llegó casi sin que yo me diese cuenta. No es que un día determinado fuese a
pasar, sino que algún día me armaría de valor para decírtelo.
—Hola Hyoga —te había saludado
mientras mirabas distraído las flores del jardín meciéndose con la brisa
primaveral.
—Hola Shun —me contestaste con
una sonrisa en tus labios, y yo sentí desfallecer.
Intenté
ser fuerte y me senté a tu lado sobre la hierba. Poco a poco me fui acercando
más a ti hasta que, sin saber cómo, terminé apoyando mi cabeza contra tu
hombro, cerrando los ojos y disfrutando de la sensación. Tú te habías quedado
callado, supongo que sin saber qué decir, pero intuí que acompañabas mi sonrisa
y me rodeaste con tu brazo, atrayéndome más hacia ti y echándome sobre tu
pecho.
—¿Te has levantado de buen humor?
—Me preguntaste sin dejar de sonreír, y yo abrí los ojos avergonzado de repente
por lo que acababa de hacer.
Entonces,
me deshice de tu abrazo y me senté recto con la mirada perdida entre las
briznas, y tú no dejaste de mirarme. Cada vez me ponía más rojo y no sabía qué
decir. Estaba completamente paralizado, y parecía como si el tiempo se hubiese
detenido hasta que volviste a hablar:
—¿Te encuentras bien? —Me
preguntaste, y yo ya no pude más.
Con
el cuerpo temblándome sin control, me eché a tus brazos haciéndote caer sobre la
hierba, y me quedé sentado sobre tu cintura, con las manos apoyadas a ambos
lados del suelo, casi rozando tus labios. Y fue que, como si estuviera siendo
atraído por un sueño, dejé que mi boca se posase suavemente en la tuya y tú me
correspondiste al beso, creo, sin dudarlo ni un solo instante.
Después
de ese momento, después de ese día, después de haber estado esperando tanto
tiempo, por fin fui capaz de arrimarme a ti y atreverme a adentrarme por los
senderos de la felicidad.
Y
cada día a tu lado era único y especial. Paseábamos por las calles cogidos de
la mano sin que nos importase lo que el resto de la gente opinase sobre nosotros.
Cenábamos en pequeños restaurantes y luego nos evadíamos de la realidad
subiendo a las colinas de las afueras de la ciudad y sumiéndonos en un abrazo
que podía durar horas y horas. Y no nos importaba nada que ocurriese fuera de
ese abrazo.
Era
como estar siendo constantemente zarandeado por una brisa de primavera, cálida
y a la vez refrescante. Y cada noche que pasábamos juntos, cada juego en la cama,
me hacía quererte un poco más, aunque el miedo se hubiese adueñado de mí la
primera vez. Pero era tocar tu piel bajo la ropa y sentirme arder. Era pasear
mis dedos por tu contorno y volverme loco. Y cuando tú hacías lo mismo con mi
cuerpo, era como si dejase de respirar y me desplazasen a un mundo donde solo
tus caricias y la manera en que me tocabas importaba. Y a la mañana siguiente
amanecíamos desnudos y abrazados, con una sonrisa compartida en nuestros
rostros. Imperturbable. Inmortal.
Sin
embargo, todo lo imperturbable se perturba, y todo lo que parece eterno se
vuelve finito. Y, por supuesto, nosotros no podíamos ser una excepción. Porque
en el mundo del amor no hay excepciones, y el mundo que habíamos creado no era
sino un espacio dentro del mayor. Pero yo creía que eso no era así. Soñaba con
que no fuera así. Deseaba con todas mis fuerzas que te quedases conmigo para
siempre, que no me dejaras falto de tus caricias ni de tus besos. Pensé que no
te irías nunca de mi lado, que eran, tan solo, lejanos mensajes que podía
evitar, pero resultó que me los mandaba el destino. Y el destino es lo único
verdadero e inmortal. Y nos llega a todos, y no hay manera de saber cuál es el
que toca.
Por
eso el destino te llevó con él aquel día en el que no pude siquiera decirte
adiós. Fui incapaz de mirarte a los ojos azules como el cielo una última vez y
darte ese último beso de despedida. Te dije adiós desde lejos de tu corazón, y
tú me dijiste adiós desde dentro del mío. Y el dolor fue inmenso, como si todo
el peso del mundo cayera de estrépito sobre mis espaldas, rompiendo cada una de
mis vértebras lentamente y desarmando toda mi cordura emocional.
Y
lloré lo que lloran cien nubes. Y mi destino se selló con el tuyo, pues cuando
tú partiste, te llevaste de mí todo lo bueno que quedaba.
Y
velaba por tu alma todas las noches recostado sobre la misma cama que habíamos
compartido durante un tiempo que se me hizo demasiado corto. Pero tú no estabas
a mí lado. Solo los recuerdos descansaban conmigo, pero ellos a mí no me
dejaban dormir. Y cada vez que despertaba en la noche te veía a través de estos
y las lágrimas se apoderaban de mis ojos hasta que ni una sola quedaba por
resbalar por mis mejillas. Y entonces, solo entonces, conseguía dormir unas
horas antes de despertar en la realidad de un nuevo día sin ti.
Y
nos dijimos adiós sin un beso. Dijimos adiós a las caricias. Dijimos adiós a
los sueños y dijimos adiós a nosotros. Saludamos a nuestro destino y él nos
respondió con oscuridad. Él te llevó consigo y a mí me dejó abandonado.
Y
nos dijimos adiós sin un beso. Dijimos adiós a todo lo que una vez fuera lo
único que nos había importado. Y yo no te dije adiós con un beso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario