Aún le dolían las pequeñas manos cada vez que le tendían el arma y aún
le lloraban los ojos cada vez que apretaba el gatillo. No era más que una flor
que nunca florecería, un niño sin infancia y pronto una persona sin corazón.
Las calles llenas
de disparos y escombros, y la poca gente que quedaba ya escondiéndose detrás de
las paredes derruidas de los edificios, tratando de alejarse de la realidad de
la guerra, viendo morir lo poco que quedaba de vida en aquella ciudad.
Apenas tenía los once cuando la vio por primera vez, y ella ni siquiera llegaba al par, pero sus ojos negros y profundos le habían llamado la atención y distraído del molesto ruido de las calles.
Apenas tenía los once cuando la vio por primera vez, y ella ni siquiera llegaba al par, pero sus ojos negros y profundos le habían llamado la atención y distraído del molesto ruido de las calles.
La pequeña le había
tendido una flor que nunca supo de dónde la había sacado, pues no podía creer
que en aquel lugar aún creciese algo tan bonito. Aún así, estiró la mano con
cuidado, dejando su arma en el suelo, y olisqueó el aroma de una primavera que
ya hacía mucho tiempo había olvidado.
Y así fueron el
resto de los días.
Ella no hablaba
nunca. La violencia le había arrebatado las palabras, y él la esperaba con
paciencia temiendo que una bala le alcanzase por volar lejos del mundo, aunque
fuesen tan solo unos instantes que le parecían ridículamente pequeños y peligrosos.
Muchas veces le
hubo preguntado que de dónde venía, de dónde cogía las flores que le regalaba y
el porqué de su silencio, pero lo único que obtenía como respuesta era una
sonrisa triste pero cargada de buena intención. No le había vuelto a preguntar.
Hasta que un día
ella no apareció.
No guardó la flor
que le tocaba ese día. No consiguió ver la sonrisa que le devolvía la infancia
y el corazón. Tampoco se negó a disparar cuando se lo ordenaron, y su mundo
pareció tornarse a gris otra vez más.
Sentía que le
acababan de arrebatar algo tan valioso como la propia vida. Pensó que jamás
volvería a ver al ángel que le había conseguido sonsacar sonrisa tras sonrisa
entre balazo y balazo. Que su mera existencia se reducía de nuevo a apretones
de gatillo y constantes lloros por perder algo que jamás había tenido
realmente.
Y le dolió. Y
lloró, y gimió de rabia e impotencia. Y maldijo la guerra que le había
arrebatado a su primer amor cuando después de tantos suspiros y gritos ahogados
la encontró en silencio sobre la fría piedra de la calle, con un río rojizo
saliéndole del corazón y una flor
agarrada con fuerza en una de sus manos.
Agachándose con
cuidado la hubo cogido entre sus brazos y retirado el pelo del rostro para
contemplarla una última vez, y la hubo llevado lejos de allí, lejos del
estruendo de los disparos y de los gritos de dolor.
Cavó para ella un
nuevo hogar y le llevó flores. Pero el tiempo pasó y la guerra lo cambió,
acudiendo a él el olvido y convirtiéndolo en el ser sin corazón que el mundo
había creado.
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