Flota
por el Universo y cae en la orilla del umbral. Las olas de las estrellas no le
dejan ver más allá de sus pasos, pero intuye con el resto de sus sentidos la
música de lo eterno. Y pasea bajo nebulosas y bajo arcos de color que se mecen
con la suave brisa se un atardecer espacial.
Ni se siente vacío ni se siente
diminuto ante toda aquella devastadora fuerza de lo inmortal, mas sabe que su
vida dura muy poco comparado con la de todas aquellas cosas que se encuentra
alrededor. Pero no le importa lo más mínimo ahora que su piel percibe el sentir
de lo etéreo y de lo desconocido al tiempo que los rayos de los cuerpos
celestes penetran en su corazón y tiran de su alma para llevárselo consigo.
Está solo en un mar de verdades
aún desconocidas, pero le basta el simple hecho de saber que existen. Disfruta
con cada paso que le lleva hacia adelante, o quizás en diagonal, o quizás hacia
abajo, o quizás a ninguna parte. Nada tiene importancia cuando se deja llevar.
Él mira, él contempla, él exhala grandes bocanadas de nada aguantando sus
exclamaciones de sorpresa y cierra los ojos cuando todo a su alrededor se
vuelve infinitamente perfecto, pues siente que su cuerpo no está capacitado
para apreciar tanta belleza. Y aún así, los vuelve a abrir como si pretendiese
hacerse dueño de la eternidad.
Las galaxias que giran a gran
velocidad parecen diminutas a medida que se aleja de ellas, pero poco a poco se
abre más Universo ante sus ojos, y miles de galaxias que parecían tan lejanas ahora
son enormes y musicales cúmulos de luces parpadeantes, tan cegadoras como
imposibles de dejar de mirar. Pero el camino continúa y él no puede parar.
No puede parar sus pasos
intranquilos que le llevan hasta lugares que nadie más soñó jamás con ver, y se
ve envuelto en nubes de polvo tan inmensas y coloridas como los arcoíris del
campo por el que antaño solía pasear.
Palidece con cada estrella y
junta las manos para rezar al dios de lo eterno para que no le saque nunca de
allí. Ve cada planeta y observa, de vez en cuando, civilizaciones perdidas
anhelantes por descubrir que no están solas en aquel mar de oscuridad. Y hacía
mucho tiempo que no admiraba el cielo azul de la mañana y las pequeñas
estrellas tan alejadas sobre sus ojos en una noche de primavera. Y ahora que
estaba frente a ellas, cara a cara, como siempre había soñado, un fuerte
sentimiento de añoranza le reprime el corazón y siente melancolía por aquellos
días en los que veía las estrellas desde la hierba de su jardín y empleaba su
telescopio para ver más de cerca los cráteres de la luna.
Todo aquello le quedaba grande.
Él no era más que un ser diminuto e irrelevante ante una maravilla sin umbral.
Un pasajero del espacio y del tiempo que no sabía cómo encontrar el camino de
regreso hacia su hogar. Si cerraba los ojos, veía negro. Si los habría, veía
colores sobre un fondo más negro si cabía. ¿Cómo no iba a sentirse afligido?
Todo era descomunal, un vasto océano de indiferencia, sin fin, más grande de lo que la imaginación llegaba a alcanzar. Y él estaba solo, perdido en él. Y ni
siquiera le importaba.
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